En esta ocasión no era ni uno ni otro. Se parecía al vendedor de la tienda de la India y, por alguna razón que ignoro, mi cerebro lo relacionaba también con el chico de buen corazón y nobleza que, a mis atrabancados 18 ó 19 años, mandé a volar por su mejor amigo (quién después de darme un poco de alas se encargó de hacer lo mismo conmigo). De alguna forma, también percibí que era yo misma, en él. Me parecía atractivo, me interesaba.
Nos hablábamos parados en un pasillo que se parecía a cualquier pasillo de las escuelas de mi infancia. Nos separaban algunos metros y hablábamos fuerte. No había nadie más cerca. No recuerdo qué tratábamos de acordar, parecía que llegábamos a algún tipo de entendido. Sus ojos grises me miraron tristemente, y con un ademán de asignación distraída, me dijo "ahora sí, puedes hacer de mí lo que quieras". Era una forma curiosa de decirlo, dándome autoridad para disponer de sus sentimientos, sin aclarar si en él estaban correspondidos los míos, bajando la defensiva. Lo decía refiriéndose a que, de alguna forma, accedía a estar conmigo, a que estuviéramos juntos, pero lo declaraba con un tono de derrota, con un tinte de abandonar otros proyectos que se habían desmoronado y entonces rendirse ante mi voluntad. Y a mí, al escuchar estas palabras, me invadía una sensación de alivio e inmediato relajamiento, como si hubiera sentido todos estos años que ese hombre, el hombre, se resiste a estar conmigo, porque está en otras cosas, porque hay otras cosas más importantes y que lo mantienen ocupado, y porque no puede detener su vida para hacer una vida nueva conmigo. Porque únicamente estaría conmigo si perdiera la esperanza de lograr su sueño.
No comments:
Post a Comment