Sep 24, 2010

casacaracol


La morada era un recinto de paz y se notaba. Tenía cierto aire de independencia de la casa, ni él parecía pertenecerle, ni ésta a él. La estructura de la construcción era dominante, y los detalles, inocuos. El silencio era envolvente y las temperaturas vivas. Los pies frescos en la planta baja y el corazón caliente en la planta alta. El aire y la comodidad corrían libres entre las puertas abiertas y las ventanas. Disfrutaba de los tonos verdes asomándose desde el jardín, a través de los cristales discretos, contrastando con los blancos de las paredes y los ocres y terracotas de las cerámicas.

Llegaba a casa siempre. Se movía tranquilo en su espacio como quién conoce bien su cueva. No se reservaba ningún movimiento. Con los pasos amplios y ligeros, tomaba los espacios y flotaba. Subía con pasos de metal las escaleras y se cambiaba a algo cómodo en un rincón privado. A través de la biblioteca y al abrazo de los libros caminaba. Se recostaba un rato en el sillón, etéreo. Picaba en la cocina algo improvisado. La canasta siempre llena de manzanas. O se sentaba un momento en el estudio a curiosear de la red lo indispensable. O simplemente no hacía nada.

Al atardecer nos acompañaba alguna música que avivaba el espacio, sinergética. Leía yo algo de su biblioteca, tranquila. Mientras tanto él hacía algunas cosas de rutina y se escuchaban sus pasos rozando el suelo, de un lado a otro, y por fin acercarse a la habitación. Era su escondite más íntimo y privado, tranquilo y neutral, la guarida siempre salva. No había muebles, no había cuadros, no había nada. Apenas cálidos tapetes en el suelo y decoración agradablemente austera. Se asemejaba a las celdas de retiro, con paredes curvas blanquísimas, el piso de cálida cerámica y el ambiente sin distracciones, saturaciones, ni evasiones. Me era inevitable sentirme algo intrusa.

Cerraba la puerta como dejando el mundo entero tras ella, dándonos privacía absoluta. Apenas asegurar el picaporte, la habitación era cápsula viajera independiente. No había forma de escapar, y nadie lo deseaba. Lo que entonces sucediera era completamente impredecible y oscilaba entre los extremos del espectro. Podía no suceder nada, podía suceder todo. Una larga noche de sueño reparador, quizá. Quizá no. A la luz de la pequeña lamparilla, cuidadoso daba fin a la música que antes me acompañara. No hablaba, era su territorio. Dormía sólo con camiseta y el cabello suelto. Entraba en la ropa de cama tranquilo, franco y diría que hasta festivo. Mi cuerpo reaccionaba sutil a su discreta cercanía: tornaba de reposado a dispuesto sin cambiar nada.

Nunca recuerdo cómo iniciaba el paseo. Recorríamos caminos y veredas nuevos o ya clásicos, a veces caminaba él delante, y a veces me dejaba llevarlo. Aún andando lado a lado, me era todo nuevo y refrescante. Vasto jardín con sándalos y especias, magnolia profunda y saturante, menta fresca recién cortada, minerales de la tierra y aroma de rocas. Respiraba tranquilo y rítmico, concentrado y sereno. Mantenía un tono pacífico, mas no apático. Discreto, solicitaba y otorgaba. Generoso e insaciable. Sabía guiar y lo hacía bien, con mando y delicadeza. Inspiraba libertad y seguridad. No había nada qué temer. Estupefactos, se fusionaban los sentidos en canales híbridos. Desaparecía la linea entre cuerpo espíritu corazón cerebro. El encuentro era siempre psicotrópico.

Antes fallido, liberé el deseo de resistirme a amarlo al abrazarlo a la luz ámbar. Era tonto, lo sabía, mi cerebro confundía testosterona con serotonina. Pero entonces no pareció necesario esperar a un mejor momento para sentirlo, si es que hay un momento tal. Nuestras vidas, ambas, hechas, no entrelazadas, si acaso momentáneamente paralelas. Sin necesidad alguna uno del otro, al menos ninguna esencial o irremplazable. Era pues una reunión de libertades, de placeres, de risa. No había 'mañana', ni 'en unos años', ni compromiso, ni garantía. No había nada qué perder ni nada qué ganar. Y nada se perdía con amarlo ahí, al natural.

Sep 23, 2010

añoranza


He de venerar una montaña. Encontrarla en mi mirada lo primero en la mañana, y en el día, otra vez, otra vez, otra vez... A la piedra siempre presente, muda y franca, interponiéndose entre yo y el cielo. Mirándome sin ojos, escuchándome sin oídos, día tras día, semana tras semana, año tras año. El cobijo de su permanencia ineludible, su sombra sobre la simple rutina, una rutina tan consistente como su densidad pétrea. Reencontrarla repentinamente, notarla con conciencia, porque antes olvidara que ahí sigue, con sus lentísimos movimientos de traslación y rotación con estridencia imperceptible por estos canales tan burdos de forma de vida. Y a merced de las estaciones, observarla y que me observe, con respectivos cambios de ánimo, de actividad, de naturaleza. Apagar la luz y verla lo último antes de cerrar los ojos y morir, observarla ahí, negra contra el gris del cielo, fría y húmeda, sin dudar un segundo ser montaña. Ser montaña pase lo que pase. Y ella, con su sola presencia, apagándome el cerebro con su verde negro, cerrándome la boca con su contorno eterno, calmándome la angustia con sus aseveraciones: 'vas a morir, como todo, ten paciencia, como yo'. Todas las respuestas en su silencio que exclama el silencio ensordecedor de su presencia. Y perdernos en un anónimo nocturno y suspendido, viajando por el cosmos en la corteza de la tierra. Mil instantes en que somos sólo materia, indivisible masa humana y pétrea. La misma cosa que se observa y se contesta.

visceralidades


Ahí está otra vez esta manía de asociar lo inasociable y someterse al resultado. Un momento, otrora intrascendente, de pronto receptáculo de vertidos viscerales arbitrarios. Así, una esquina, una plaza, un escenario, no son más lo que fueron antes a los ojos. Son cápsulas mortales de emociones concentradas, casi inseparables, que me llevan inevitablemente por montañas rusas de repelencia y náusea, y no se tiene nada qué hacer, más que volver a pasar por las esquinas, cruzar las plazas, observar los escenarios, e, indefensa, volver a sentir el vuelco del estómago y la sensación de estar forzada a vivir lo indeseable, lo aborrecible, de nuevo ante la puerta del jardín de niños y esa desesperanza absoluta del ser que debe abrirse camino solo ante lo más repudiado de la vida a costa de conservarla.




crónica de niñez cotidiana


Podría decir que ir a la escuela le era tan nauseabundo como ver un cadáver todas las mañanas. Nunca vio uno, pero se sentía exactamente igual. Esa lóbrega sensación de repelencia. No recordaba una sola mañana agradable mientras fue a la escuela.

El despertador sonaba a las 6:15am y lo peor era lo primero: tener que encender la luz de buró, porque el sol todavía no saldría por un buen rato. El tímido 'click' del interruptor le molestaba: un sonido de mal augurio. Tardaba bastante en salir de la cama, siempre la esperanza de que algo repentino la salvara. Pero no. Se ponía la áspera camisa blanca, casi transparente y sosa. La falda era igualmente insabora y la textura resbalosa y fría. Tenía peto y apestaba a los tejidos artificiales con que hacen los uniformes para niños. Los calcetines eran de un verde deprimente, y los zapatos negros y pesados, como cada mañana. El suéter era un concentrado de aromas desagradables como lápices y papel y polvo y mesas y otros niños igualmente apestosos y acartonados. Y ése era el abrigo del día. Había que tomar la mochila y no olvidar la tarea hecha, y el lunch miserable y desabrido en la lonchera.

Subir al auto y escuchar el motor calentarse, sentir el frío en las piernas por la falda, irremediable. El cielo apenas aclaraba con un gris mortecino y fatídico. Salir entonces a las calles polvorientas y horrendas de México D.F., a la guerra encarnizada con millones de automovilistas que ya llevan una hora y media manejando, e impedirán a toda costa que uno llegue a su destino. Hay qué luchar contra todos para llegar. Y eso que la escuela estaba a 15 minutos de su casa. Al llegar, había que dar un beso al padre y salir del auto al frío mayor del aire libre. Entraba la primera a la escuela vacía y le esperaban entonces una eternidad, ó 40 minutos, errando por los vastos, sucios, frios, secos patios grises, salpicados de muchachitos esparcidos y abandonados igual que ella antes de que la irritante campana para entrar sonara. No había dónde sentarse que no fuera frío y sucio. Entraba al salón y se encontraba con olores desagradables de polvo, cuadernos, y gis, y maestras añejas, y suéteres de niños apestosos igual que el suyo.

Tomaba el sitio hasta atrás, pues era muy alta, y a veces se sentaba con un niño que también fuera muy alto y era extraño pues todas las niñas se sentaban con otras niñas, todas tan pequeñitas, como muñecas. Muy bien peinadas. Ella en cambio alcanzaba la estatura hasta de las maestras y no encajaba muy bien en ningún lado. Iniciaban las labores desencantadoras de la escuela: matemáticas, chillante cuaderno amarillo, español, un rojo confortante pero no del todo, ciencias naturales, el verde es vida, y ciencias sociales, el horripilante azul cielo que gritaba con hipocresía la verdadera dificultad de la disciplina. Nunca pudo memorizar fechas o nombres. Pasaba apenas con 6. Y siempre la angustia de la incertidumbre, exámenes, entregas, tareas. Diario los ejercicios aburridos y tediosos. Nunca estaba segura de haber sacado buenas calificaciones, y esa era su única responsabilidad, más le valía no sacar malas notas. Su madre indicaba el año y grupo en sus cuadernos con letras mayúsculas, rígidas y clarísimas, y no manuscrita condescendiente como los otros niños. I-B, II-A, III-B. Los años pasaban tan lentamente que era como tortura china mortal. Había que sobrevivir cada año para empezar de nuevo el doloroso proceso de un año más.

A la llegada del recreo salía con hastío a comerse el ansiado almuerzo (no recordaba haber desayunado nunca), que para ese entonces caía como piedra en el estómago. El sándwich aplastado y húmedo por el jitomate, las jícamas sosas y sin chile piquín. Nunca llevaba dinero para comprar golosinas y si acaso llevaba algo, le alcanzaba para muy poco. Vendían unos chochitos rojos que venían en un tubito laaargo, laaargo que había que mordisquear con ahínco para extraer y disfrutar, si es que esto era posible. Siempre le pareció algo estúpido e innecesario, pues no era difícil abrir el tubito desde el principio y comerse los chochitos en bocados normales, pero todo el mundo mordisqueaba sus tubitos y presumía felizmente una masa plástica y colorada que duraba horas y horas, o por lo menos los 20 minutos que duraba el recreo, así que así lo hacía ella también. A veces jugaban resorte y era divertido, era buena y le gustaba brincar. A veces llevaba en la mochila alguna pequeña muñeca que cuidaba celosamente del acoso de los ansiosos compañeritos. Fácilmente se hacía amiga de los niños que nadie quería, los que todos molestaban, tímidos y extraños, pues en casa le habían indicado claramente que no debía rechazarlos, y que eran normales y agradecerían mucho su aceptación. A veces se sentaba en alguna banca y observaba a los grandes y a los chiquitos y cómo los chiquitos del año pasado ahora no eran tan chiquitos y había unos chiquititos que venían del kínder y era muy chiquitos. Y como los grandes eran muy grandes, sus cuerpos eran grandes, y las niñas tenían fleco y caderas. Y aún cuando su hermano le llevaba sólo dos años, le parecía que estaba adelantadísimo y seguramente veía cosas en la escuela que ella jamás comprendería.

Así pasaron muchos años, primero el kínder, después la primaria. Una y otra vez despertarse, una y otra vez el click, una y otra vez el frío, una y otra vez la espera, una y otra vez la lucha, una y otra vez la náusea. Parecía que no iba a acabar nunca, que sería igual para siempre, que esa era la vida irremediablemente y que todos los seres humanos debían pasar por la tortura de ir a la escuela porque la vida no era para divertirse ni era fácil, porque todos tienen responsabilidades y deben cumplirlas, y porque no había otra opción, pues la responsabilidad de los niños es ir a la escuela y no se podía hacer después, uno tenía que asistir a la escuela en ese momento, cuando era niño y era indefenso.

Pero pasó. Y terminó. Y hoy agradece cada mañana de luz, cobijo, desayuno y libertad: ya nunca más tengo que ir a la escuela, bendito sea.

Sep 13, 2010


Yo
no soy
este cuerpo,
esta mente,
estas emociones,
estas experiencias,
estas relaciones,
esta ocupación,
esta resonancia,
esta voz, este encuentro,
estas ideas,
esta vida,
este principio,
este fin.

Nada de esto soy.

Quizá el Todo
me es.
Y yo/Todo,
soy.

Sep 11, 2010

distancia del pensamiento


"Lo importante es ser feliz". Trillado mandato vacío. ¿Hacer lo que te gusta, sentirte contento la mayoría del tiempo, experimentar placer, ser útil a los demás? O "ser feliz" a pesar de no experimentar nada de ello. "El sentido de la vida es amar". ¿El sentido de la vida es amar a alguien? ¿O -intentando sublimarlo- experimentar el "amor espiritual"? Qué básico sería el sentido de la vida, y bastante occidental también.

Muy bien, pongamos que hago lo que me gusta, que experimento placer, pongamos que soy útil a los demás, que experimento el amor espiritual. Una especie de libertad humana que no sabe de estructuras ni condicionamientos. Y luego, ¿qué? ¿Se resume la vida a la persecución incansable de experimentar sensaciones agradables? A buscar las circunstancias por las cuales alegrarse está ameritado, ¿acaso? Peor aún: pretender méritos, reconocimientos, logros, posesiones... O aún poéticamente: sabiduría, experiencia, comprensión, claridad.

Abandonando este razonamiento egocentrista (¿no lo son todos?), podría teorizarse que el sentido de la vida es aliviar el sufrimiento de otros. Pero por qué buscar eliminar el sufrimiento del ser humano, o de la Tierra, o de lo que sea. Parece una batalla del bien contra el mal: hay que escoger equipo y ponerse la camiseta. Hay algo que sigue siendo demasiado básico de este supuesto sentido de la vida.

¿Qué sucede si no se desea nada? Si no se desea siquiera comprender. Si no se desea alcanzar. Si no se desea recordar. Si no se desea siquiera definir. Si no se desea expresar. ¿Qué queda? ¿Esto es indiferencia, anarquía, egoísmo, desfachatez? Y más allá, ¿esto es un gravísimo error de valoración? ¿Resta deshacerse del deseo de responder?

Sep 10, 2010

suficiente

Demasiadas intensiones. Demasiadas solicitudes. Demasiadas discusiones. Demasiadas ponderaciones. Demasiadas decisiones. Demasiadas comparaciones. Demasiadas tribulaciones. Demasiadas vicisitudes. Demasiadas modificaciones. Demasiadas confrontaciones. Demasiadas interlocuciones. Demasiadas valoraciones. Demasiadas consideraciones. Demasiadas elecciones.

Bien, bien, suficiente. Ya está todo claro. Si, ha quedado claro.

Y ahora, ¿qué?

Sep 9, 2010

exorcismo de deseo


(No voy a pensar
en lo que escribo.
Voy a escribirlo así,
como salga.
No voy a pensar
en quién lo lea.
Voy a exorcisar
este deseo.)

Decide abrazarme al alba. Abrázame fuerte, con deseo, ya estoy esperando, aunque esté dormida. Búscame silencioso y anónimo, sin importar tampoco quién yo sea. Qué suceda lo que sea que sea, sin que seamos "tú y yo" en escena. Dime buenos días cientos de veces. Dame un beso amoroso, interesado, y espera entonces mi respuesta.

Pregunta cómo estoy, qué estoy pensando. Si he dejado de ser presa de mi mente. Dime si quién soy tiene sentido. Si me siento bien contigo. Si ya entiendo más o menos tu camino. Cuéntame para tí de qué se trata. Cuéntame qué sientes, qué te atrapa. Qué deseamos que fuera y no fue más. Qué diremos una vez y nunca más. Qué hay atrás. Qué arrastramos en la espalda, en la maleta.

Dime que te cuente de nosotros, como si nosotros no fuéramos nosotros. Que te hable como amigo, un tercero. Aconséjame qué hacer si estoy contigo, indícame quién eres en mi ausencia. Y pregúntame quién fui antes de tí, por tantos años. Hablaré también como una extraña. Cuéntame qué querías que fuera con ella. Pregúntame de él, de sus lecciones. Dime si es pasado o me persigue. Sácame aquel clavo como amigo. Nada puede ser sustituído.

Pero dime muchas veces que me quieres. Búscame una vez y otra y otra. Dispón de mí a quemarropa. Sin preguntar, sin pedir permiso. Sin considerar, sin ponderar avisos. Sal de tu escondite y pasea libre por la cueva. En silencio o háblame, no importa. Nada tienes que dar más que arrebato. Y aunque suena a desconsideración grosera, necesito eso y más por un buen rato.

Déjame abrazarte todo un día. Puedes pensar en lo que te dé la gana. Pero dame tu torso, tu cintura, para saciarme de tenerte entre mis brazos. De oler tus oídos, de mirar tu nuca, de sentir tus huesos afilados. Y cuando me separe, no te vayas. Quédate muy cerca y sé paciente. Verás que me sacio, que me lleno, que te dejo respirar, que te doy aire. Que no quiero tu alma para adorno, que no quiero tu cuerpo para el frío. Que no quiero hacerte mío. Que eres libre, que lo tienes todo. Que un abrazo de un día me aniquila.

Si intentas todo esto te prometo, que se irá la muchacha debilucha. Surgirá la pulpa de la opaca cáscara. Me darás cimientos, bienvenidas. Me darás el centro que no encuentro. Se irá mi lista de deseos. Se habrán todos satisfechos. Y nosotros, una vez deshechos, podremos renacer en nueva sintonía.

tarde quieta


(Me gustan) estas tardes quietas. Bajo un velo amarillento y luz mortecina. Las ramas quietísimas, estáticas, en fotografía. De las aves sólo un quejido esporádico, final, sin aleteo. (Me gusta observarlas y sentirlas). Pasan solas, nada qué hacer para que pasen. El tiempo suspendido unas horas, la luz cambiando lentamente, siempre vieja. (Me gusta pensar que yo no existo, que) estas tardes son así (conmigo, o sin mí).

Sep 2, 2010

hechizo para matar un cliché


El romance eterno con el compañero perfecto. La pertenencia a un hombre sólo. La realización de todos los sueños predichos, apropiados. La boda de blanco, el festejo, la independencia. Los años sin hijos y con doctorado. Los proyectos tempranos, insipientes y débiles, pero con esperanza. El vértigo de planearlo, embarazarse, dar a luz. La primer noche en casa, la pequeña familia. La queja común de las madres... y la alegría. La familia con el recién nacido. Los años juntos y los hijos creciendo. El hogar. El desayunador lleno, la misma pregunta todas las mañanas. El marido de décadas, transformado mil veces, siempre amigo. Las crisis, la angustia, la consciencia de la complejidad de la vida. Las vacaciones en gran familia. La grata sorpresa de verse en los padres como espejos. La seguridad de regresar a casa, siempre.

La dirección de la reserva de selva. El paisaje verde, la floresta, el entorno salvaje. La salvación y el rescate. El amanecer entre cantos exóticos, el aire tan puro, bañarse en el río. La choza de paja, la vida desnudos, el fuego. El proyecto y las cabañas, el ecoturismo y la entrega. Las botas y el jeep, el capataz y la orden, el recorrido y el plan. Las visitas de la gente interesante. Las alabanzas, la codicia de los hombres extraños. El orgullo del triunfo, el miedo a perderlo todo. La herencia del mundo exótico para el futuro.

La granja orgánica, la casa ecológica, el rancho autosuficiente. Las celdas de luz, el calentador solar, los muros térmicos. Las verduras del huerto, las frutas del árbol, los huevos frescos. La cocina ámbar, el jardín de hierbas. Los perros rescatados de la calle, los gatos amados y numerosos. La risa de los niños jugando, los besos de noche sin foco y con velas. Los libros polvosos, la biblioteca extensísima, tu sofá y tus gafas en el escritorio. Ofrecerte un té todas las tardes. El amanecer consuetudinario, el atardecer mil veces nuevo.

El amor incondicional y que todo lo comprende. La certeza de tomar las mejores decisiones. La cosecha de los frutos exactamente esperados. La ausencia de sorpresas, de vuelcos, de cambios. La despedida suave de los más queridos. Las deudas saldadas, la vida en paz. La muerte tranquila y en abundancia, la sabiduría y el silencio.

Todo.

¡A la hoguera!



me conmueve el aguacero
de aplausos
transformando repentino el silencio
interrumpiendo la nada
con más nada
el acto animal de
golpear las palmas
hacer algún ruido
el que salga
hacerlo muchas veces
una, otra, otra, otra
otra, otra, otra, otra
otra, otra, otra, y otra más
cándido, generoso, autoritario
tribal, infantil, primitivo
el instrumento mínimo
la melodía más económica
el gesto mudo más sonoro
la boca cerrada
y la palmas golpeándose entre sí
el aguacero de aplausos
transformando repentino el silencio