Mar 16, 2010

vida a la vida



Sigo sintiendo esa conexión, muy profunda, casi indefinible. Con las hojas indefensas en sus ramas, en conjuntos, formando el follaje de los árboles que esperan, quietos, su muerte. Sigo sintiendo que me hablan, que me miran, que viven un estremecimiento perpetuo, que lo saben todo y nada, que no esperan porque no dudan. Sigo sintiendo que lloran, que cada pedacito de brillo es inoscencia, que cada centímetro de tallo es lucha, que cada hueco de raíz es silencio. Y no puedo imaginarme lejos de ellas, sin su compañía silenciosa e impávida, incondicional y absoluta, creciendo al ritmo de las estaciones, para mí lentas, para ellas seguramente veloces. Imagino cómo viven su vida, cómo crecen y se estiran hacia arriba, cómo saben perfectamente el tiempo de la flor y la semilla, cómo avanzan persistentes, sin escuchar de cataclismos ni tragedias, cómo hacen lo que tienen que hacer y no hay excusa.

Me conmueven. Me enamoran sus formas románticas y vírgenes. Las delgadas hojas del Adiantum, con su verde infantil e iluso, la flor plástica de la Passiflora, con sus colores kitch y su compleja estructura. La elegancia de todas las Callas y la nobleza de las Dracaenas. El perfume de la Lavandula y el Rosmarinus, la belleza de la Mentha, tan simple y tan fragante, tan silvestre y tan potente. Me impresiona la tenacidad del Solanum, de la Hedera y el Cissus, la persistencia del Axonopus, sus alfombras eternas y silenciosas gritando "¡esto es mío!". La seducción de la Nepeta y el Piper, generosas, la música de la Gerbera y el Gladiolus, escandalosas. La paciencia de la Opuntia y el Lithops: para ellas el tiempo no existe.

Y luego, guardo silencio ante los gigantes. Sequoia, Quercus, Salix, Pinus, Juniperus, Ceiba, Swietenia, Cedrela, Ficus. Han estado ahí cientos de años. Han visto pasar imperios y generaciones. Y siguen ahí, esperando otros cien años para morir o caer vivos. Toco la corteza con falta de respeto. Retiro suave la mano. No se pueden aprender siglos de lecciones en una caricia. Hay que aceptarlo. Los miro entonces, de lejos. Ahí están, y no me necesitan. Son planetas completos. Son de piedra.

¿Qué otra cosa podría hacer yo sino dar mi vida a la vida?

Sigue vivo en mí el sentimiento original, el de hace tantos años. El que me indicaba que no había otra razón ni motivo que valiera la pena. El que me decía que eran ellas las dueñas de mi vida y no alrevés. Y por más que hice todo lo que hice, vuelvo ahora a escuchar mi corazón. Me llaman. Me llaman para encontrarnos de nuevo, en las mesas verdes y las mezclas de sustrato, en las charolas y los recipientes, en la sombra protectora y el sol entrenador. Sin explicaciones ni disculpas por abandonar el resto de opciones huecas. Y voy a ir a su encuentro. A encontrarme con ese viejo amigo, el verde. Y en la rutina quedará claro que el parpadeo de la vida sólo tiene sentido a su lado, y que ellas guardan el secreto de todas las cosas, el secreto que revelan a cada segundo con su silencio.

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