Mar 27, 2010

Tequila, D.F.


Leía yo en una cafetería de una conocida colonia de la Ciudad de México. Era cerca del medio día, se respiraba una atmósfera tranquila y relajada, como si el país no estuviera en crisis, como si andar en la calle fuera de lo más seguro, y como si fuera de lo más natural tomarse un café en una cafetería de una conocida colonia de la Ciudad de México. Sí, eran de esas mañanas en que siento que soy el ser humano más afortunado del Planeta. Había llevado ese libro que leí tantas veces y sabía casi de memoria. Lo llevé porque quería estar ahí, en ese lugar emocional al que la historia me remontaba. Era como encontrarme con un viejo amigo, con un añejo sentimiento agradable. Había una especie de hechizo en la trama, era un relato sugerente, los personajes eran casi tocables. Me identificaba tanto con lo que decían y hacían que podría jurar que los estaba escuchando. Los hombres me parecían atractivos, ambos, y la mujer, bueno, la comprendía perfectamente. Entonces ahí estábamos los cuatro, ellos en las páginas y yo disfrutando de su vida.

Estaba sentado a unas cuantas mesas de la mía. Lo desde que entró y se sentó, notando que se sentaba frente a mí, lejano. Pude ver su camisa blanca, sin fajar, y su cabello negro. Ordenó café y abrió su periódico, tendría unos 43 ó 44 años, pensé. Inició su lectura y yo retorné a la mía como quién no hace caso de lo que ha visto. Los personajes me hablaban de nuevo y no podía perderme de la historia por un hombre que se sienta a unas cuantas mesas. Pero noté que me miraba, al sentarse, y poco después de abrir las grandes hojas del periódico. La primera fue de reconocimiento, la segunda de rectificación. Miradas cortas pero claras. Yo regresé a lo mío. ¿Cuántas veces me había sucedido lo mismo? No era nada para prestar especial atención. ¿Por qué sería diferente en esta ocasión?

La historia empezaba a ponerse muy buena, como siempre. Venegas estaba por enterarse que Ugalde estaba con su mujer, que había aprovechado que el primero se perdía de alcohol para colarse en el corazón de ella y seducirla. Y esto era imperdonable, eran amigos del alma, trabajaban juntos desde hace años y Ugalde admiraba más que a nadie a Venegas. ¿Cómo iba a traicionarlo de esa forma, suplantando su lugar en el corazón de su mujer? Era impensable. Venegas estaría furioso y Ugalde debía temer por su vida. De pronto, alguien dobló y guardó su periódico, lo noté por el rabillo del ojo. Me lanzó otra mirada fugaz, deteniéndose un segundo en mi falda y mis piernas. Qué fresco, pensé. Sacó algo del maletín que llevaba, algo que no pude creer que sacara. Sonreí sin dejar de mirar mis páginas, y traté de seguir leyendo, pero estaba francamente expectante. Con esfuerzo contuve la risa. Supe que me miraba sonreir, y entonces se dispuso a leer. Así estuvimos por una media hora, en la que me miró un par de veces más, y otras que no habré podido notar.

Pedí otro café, mitad concentrada en la historia, mitad distraída por él. La trama estaba desenvolviéndose magistralmente, con el estilo embrujante de FMM. Al sorber la taza, de nuevo cruzó mi mirada con la suya, y, en una centésima de segundo, decidí no desviarla. Por lo visto, él decidió lo mismo, o ya lo habría decidido, pues se quedó mirándome. Tomé el resto de café que quedaba en mis labios con la lengua, pensando qué ocurriría. Sentí el golpe de adrenalina del que no tiene nada que perder. Pero sus ojos fueron más allá de los míos y del sorbo, de mi lengua y mis piernas. Para mi sorpresa, se incorporó lentamente y -con libro en mano- se dirigió hacia mí. Seguía mirándome fijamente. Retiré la taza de mis labios, siguiendo sus lentos pasos mientras se acercaban, totalmente incrédula. Rectifiqué haber cerrado la boca. Mi corazón empezaba a latir rápidamente, y se me habían subido los colores, incontrolables.

Cerré lentamente mi libro, sin dejar de mirarlo, y sonreí un poco, deseando que no se detuviera. Pero no lo necesitaba, estaba decidido. Se acercó hasta que estuvo parado a pocos centímetros de mí, y dejó su libro en mi mesa, con un gesto de demostración. Pensé que hablaría, pero se mantuvo en completo silencio. Lo miré y no se me ocurrió nada qué decir. Se paró a lado mío, como si partiera, y extendió la mano, ofreciéndomela. Él de espaldas y su palma ahí, mirándome sin ojos. Me incorporé lentamente y la tomé, más por curiosidad que por aceptación. Ni siquiera me dio tiempo de tomar mi bolsa, pues, con los pasos grandes de quién está seguro de lo que hace, avanzó hacia los sanitarios, sosteniéndome con firmeza. Estaba asombrada y me daba cuenta de todo un segundo tarde.

Pasando la puerta me saturó el aroma del limpiapisos, a mi espalda escuché la puerta cerrarse, y el hombre que le ponía seguro. Me tomó de los hombros y me estrelló contra la pared, sin ser violento, pero con fuerza. Me sentí en una película surreal, no podía explicarme lo que sucedía, la realidad me rebasaba y no podía yo alcanzarla. Por un segundo pensé que esto podía salir muy, muy mal, pero no lo detuve. Me miró entonces a los ojos, eran marrones y profundos, una de esas miradas concientes, sin evasiones. Así estuvo mirándome lo que me pareció largo rato. Suavemente tocaba mis manos y mis brazos, como reconocen los ciegos. Pude oler su colonia, era un aroma muy varonil y fresco, desenfadado y pulcro. Un par de veces desvió la mirada de mis pupilas y me retiró los cabellos del cuello y de las mejillas. Tocó mis clavículas con la yema de los dedos y se acercó todavía más a mi rostro.

Cerré los ojos un momento, ¿qué era esto que estaba sucediendo?, ¿era esto una confusión terrible y este hombre pensaba que me conocía?, ¿qué pasaría si alguien deseaba entrar al baño?, ¿me haría daño?, ¿la mesera cuidaría mi bolsa?, ¿hasta dónde iba a llegar esto? Y entre preguntas y su perfume, de pronto sentí sus labios en mi cuello. Se escondía por completo entre mi oreja y mi hombro. Los besos eran casi imperceptibles, pausados. Parecía respirar de mi piel. Mientras tanto me abrazaba firmemente por la cintura. Por su gentileza y cuidado, me sentí frágil, como una figurilla de porcelana. Lo hizo con tanta calma, que me dio tiempo de darme cuenta de qué sucedía. Sentí que no había por qué temerle, que no me haría daño, así eran los besos, inocuos. Respiré hondo, y toqué tímidamente sus brazos. Eran firmes y gruesos, me parecieron atractivos. Me sostuve de sus hombros, con curiosidad. Su espalda era también firme y amplia, observé de un vistazo.

Se separó de mi cuello y lo escuché respirar profundo. Había acercado su cadera a la mía y noté que estaba completamente listo y dispuesto. Me intimidó un poco. Me miró a los ojos, su nariz tocaba casi la mía. Susurró muy bajito, "voy a...". Cerré los ojos y sentí sus labios en los míos, suaves. Su lengua humedeció mi piel y buscó abrir mi boca, a lo que cedí con franca timidez. Se separó un poco y me besó de nuevo, rectificando el gesto, dándome confianza. Dudé un segundo, y él regresó a mi cuello. Decidí entonces aventurarme a besarlo. Me sentí insegura, pero me respondió entusiasmado. Respiré hondo y lo dejé hacer, sus manos ya viajaban por mí.

Me giró lentamente contra la pared, y lo escuché bajar la cremallera de sus pantalones. Subió mi falda y bajó mi ropa interior, con delicadeza. No tuvo que esperar demasiado, pues yo estaba húmeda y lista. Lo notó y lo escuché murmurar palabras dulces mientras me acariciaba los muslos y el trasero. Con la palma abierta empujó mi espalda hacia abajo, tuve que pararme de puntillas y me aferré a los mosaicos para no caerme. Se humedeció la palma de la mano con saliva, y preparándose, con decisión entró en mí. Fue delicado pero decidido, y respiró hondo, de mí emanó un pequeño gemido más de sorpresa que de placer. Se balanceaba y yo intentaba sostenerme de la pared, sin éxito. Me empujaba fuerte y pausado, entregado por completo a cada llegada y abandono, llegada y abandono, llegada y abandono. Yo no pude más que cerrar los ojos e intentar sentir lo que ocurría. Me relajé lentamente, respirando hondo. Pero poco a poco fui perdiendo la fuerza y el equilibrio, casi cayéndome al suelo. Tropezé un poco y reí con gusto, entre suspiros profundos y transpiraciones, y él rió fuerte también, contento. Nuestra risa rompió el silencio.

Ahí seguían los dos libros idénticos en la mesa, los cafés fríos, mi bolsa colgando de la silla, el periódico y el maletín en su mesa, y ambos habíamos recibido la cuenta. Pagamos y nos fuimos. Vaya que esta ocasión había sido diferente.

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