May 15, 2010

desviaciones


...y por debajo de todo esto, del nuevo trabajo, de la mudanza después de tantos meses (años) queriendo salir de aquella ciudad, me encontré a mí misma debatiéndome entre el deber y el querer, y dentro del querer, el querer lo mío o lo nuestro...

Y es que de pronto los sueños habían perdido sentido. Tanto tiempo que mi energía apuntó a la casa autosuficiente, despertar con el amancer y los gallos, un baño seco y el huerto, y la vida de la permacultura... se había desgastado todo poco a poco, y otras cosas habían intervenido en el plan, haciéndolo menos asequible, más distante, más sueño y menos posibilidad... Y nunca supe resolver el detalle de hacer ese proyecto individual útil a los demás.

El trabajo tampoco era exactamente lo que había pensado. Me seguía manteniendo inquieta mi amigo de la selva, y mi auto-asignación de ayudarle, de generar algún sistema que le proveyera de ingresos. Él seguía mostrando interés, pero las posibilidades no parecían viables, la distancia era grande, y seguía yo sola en el asunto. Aún con el plan de GOL, las actividades estaban pensadas para una ubicación lejana a donde él estaba... Y el plan aún no daba color de cristalizarse.

Al menos había desechado la opción de aquél trabajo extenuante que prometía llevarme de nuevo a ese ritmo de marchas forzadas, insertada en un mundo intelectual y abstracto que ya me había chupado el cerebro por un lustro, y al que no le veía más sentido. Y sin embargo, desechar esta opción podía tener su costo a futuro, excluírme de la investigación y hasta de la academia. Era un cambio de rumbo más grande de lo que se alcanzaba a apreciar en primera instancia, pero simplemente, en este momento, me parecía una opción tan hueca, que por ello se tornaba riesgosa, y no quería volver a caer en ese rincón oscuro dónde ya había estado.

¿Entonces, a qué valía la pena dedicar la vida?

Hace algunos posts había dicho que a la vida. Me parecía muy claro en ese momento. Pero ahora había llegado él y lo había cambiado todo. Aún así me había ido de la ciudad -una coincidencia tan cómica como desafortunada- y había seguido con el plan de perseguir dar mi vida a la vida. ¿Qué clase de broma del destino era ésta? ¿Estar en una ciudad tan sosa como estéril por 6 años, y pocos meses después de salir, encontrarse en un encuentro tan sabroso como fértil, atado al mismo punto geográfico? Definitivamente, la broma no me hacía gracia.

Traté de soltar un poco las riendas. Al fin y al cabo, el dilema se reducía al miedo de decidir algo que me rindiera insatisfacciones. De nuevo esta ideología heredada de elegir siempre lo mejor de lo mejor y recriminarse siempre los errores. La incisiva cautela antes de las decisiones, la extrema planeación, la condena al que ha decidido mal, el eco en el tiempo de los errores cometidos… Era esto, más que la decisión en sí, lo que me angustiaba. Intentaba hacerlo, pero no lograba fluir.

¿Cómo desprenderme de esta angustia? ¿Cómo sentirme satisfecha con la decisión? ¿A qué naturaleza obedecer? ¿A la emoción, a la añoranza, a la comunión? ¿A la eficiencia, al trabajo, a la entrega? ¿Cómo comprometerme libremente con la decisión? ¿Cómo decidir y respirar tranquila, sin que el fantasma de las mil opciones pasadas me visitara antes de dormir? ¿Por qué no lograba decidir mejor conforme pasaba el tiempo? ¿Por qué no lograba integrar la emoción y la razón a las decisiones? ¿Era todo tan parcial cómo parecía, o era esto una construcción mía?

Me sentía perdida y sola.

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