Ante la catástrofe, siempre me costaba encontrar ese punto. El punto dónde confluyen la genuina consternación y la indiferencia indolente ante lo ingobernable. Cómo encontrar el peso justo... ¿Me estaba mortificando demasiado? ¿O no era consciente de la gravedad de las cosas? ¿Qué dirían otros, "es terrible", o "no pasa nada"? ¿Qué efecto tendrían estos comentarios en mi propia sensación al respecto? ¿Dependería acaso de quién lo dijera?
No siempre había sido así, esta distancia, esta especie de frialdad. Aún no sé si es auténtica, o construída como mecanismo de protección. De antes, recuerdo bien la sensación repentina de la sangre que se va del cerebro, la piedra en el estómago, la sensación terrible de que hace un segundo, dos, tres, cuatro, todo era diferente. Todo estaba bien. Todo era normal. Pero ya no. Irreversiblemente todo está mal, todo es anormal. El peso asfixiante de la realidad imposible de reuir, ahora transformada. Recuerdo bien.
Pero esta ocasión no fue así. Mi mente trató de traumatizarme, se alarmó, me llamó a alarmarme. Pero no pude tomarme la molestia. ¿Qué iba a solucionar alarmándome? Había una sensación de miedo, tristeza, pérdida, si, pero alarma... no tenía sentido. Había una sensación de que esto no era grave comparado con lo grave que ya he tolerado, lo que en verdad me ha dolido, lo que ha quedado en el olvido, sin solución, porque es imposible solucionarlo. Y esto también. Una mujer adulta, con la vida hecha y en marcha, tiene que responsabilizarse de sus errores, no hace falta que busque la conmiseración de nadie, mucho menos encontrar algún consuelo en la queja, verbalizarlo, ¿para qué? Todo serían consolaciones huecas. La realidad era una. La vida me seguía viviendo. No había que resistirse. Dejar pasar el miedo, respirar hondo, y dejarla seguir.
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