Oct 17, 2010
crónica de niñez cotidiana II
Todos los años había un concurso de narrativa en la primaria. No comprendía muy bien qué significaba la palabra "narrativa", pero sabía que podía escribir un cuento y participar en el concurso. Mitad por deber, mitad por querer, siempre que la directora entraba en el salón anunciando el concurso, se proponía participar con alguna historia. Era extraño, ver a la directora ahí en el salón, tan cerca, hablando con los alumnos seriamente sobre la importancia del concurso, sobre las complejísimas indicaciones para participar, escribir el cuento a mano, hacer 6 copias en la papelería (estas no debían ser a mano), elegir un pseudónimo (un nombre que no era su nombre real, sino un nombre falso con el que firmaría el cuento, y debía ser diferente cada año), incluír un sobre aparte donde se indicara la identidad verdadera del autor, es decir, el nombre falso y el nombre real, meter todo en un sobre más grande, y depositarlo en un buzón extraño en forma de huevo de pazcua u otra figura sin relación con la literatura, y esperar el resultado.
No comprendía bien cuánto tiempo tenía para escribir el cuento. ¿Debía hacerlo ya? ¿Debía esperar? ¿Cuándo llegaba la última oportunidad para depositar el sobre en el buzón? Recuerda que era complicado saber si faltaba "mucho" o "poco" para entregar el cuento. Así que regresaba a casa y esa tarde, junto con las que le siguieran, pensaba de qué escribiría, qué valdría la pena contar. El tema era libre, eso lo hacía más difícil. ¿Animales, niños, misterio, aventura? No se decidía por nada.
En primer año escribió durante las vacaciones. Estaba con su familia en algún lugar de playa. Le pidió a la mamá que le ayudara a escribir su cuento. ¿De qué quieres escribir?, le preguntaba ella. No lo sabía. Se le ocurrió escribir un cuento sobre los sueños, que Dios mandaba a los niños cada noche, como polvo que cae del cielo. El problema era que se había quedado corto de sueños y tenía que repartir el mismo sueño a dos niños. A la mañana siguiente, uno de los niños compartía su sueño, había "pescado un gran salmón", y casualmente su amigo había soñado lo mismo. Reían. Era todo. Era un cuento muy breve, estaba algo decepcionada de su capacidad de "narrativa". Lo tituló "Los sueños que caen". Con ayuda de su madre, depositó el sobre en el extraño buzón.
Llegó el día de la premiación, que solía ser el 30 de abril. Estaba lista para no escuchar su nombre en los ganadores, ganar siempre era muy difícil. Hubo tres premios de "mención honorífica", que era algo así como tres segundos lugares. Después mencionaron el primer lugar, que ese año se llevaría un reloj "Casio" como premio. Y ganó. Cuando llegó a casa anunció que había ganado. Sus padres la felicitaron mucho y estaban muy contentos. El reloj estaba muy bonito. Lo sigue estando.
Y así escribió cada año un cuento. En tercer año ganó primer lugar de nuevo. Su cuento se llamaba "Un solo color", y trataba de un camaleón que no podía cambiar de color como sus amigos camaleones. Sólo hasta que el protagonista hizo mucho esfuerzo y puso mucho entusiasmo en realizar sus labores, entonces se encendieron las partes de su cuerpo con vivos colores. Todo era cuestión de actitud.
En quinto año ganó una mención honorífica. Esa ocasión el cuento era de terror y hablaba sobre una niña que bucea en el mar buscando la pista de un tesoro. Cuando logra leer el cofre del tesoro que está en el fondo del mar, descubre que todo ha sido una trampa que pone sobre ella una maldición. Cuando sale a la superficie, todos se han ido y está sola en mar abierto. Era escalofriante y con estilo. Ese cuento le gustó mucho.
Y en sexto año escribió un cuento de ficción que se titulaba "Los platinecos y el tiempo". Se trataba de unos extraños seres llamados platinecos que perdían la noción del tiempo. El héroe del cuento debía ir en busca de un viejo que le dijera qué hora era, pues la vida de los platinecos era un caos desde que nadie sabía exactamente a qué hora comer, a qué hora dormir, a qué hora llegar al trabajo, etc. No pensó que ganaría, pues ya eran dos ocasiones -y media- que recibía premio. Pero de nuevo ganó primer lugar. Era ya una niña grande, corrió por el pasillo para recibir el premio y chocaba las palmas con los amigos que la celebraban como "buenísima para escribir cuentos".
A veces pienso que es una pena que no siguieran los concursos de narrativa en la secundaria o la preparatoria. También no haber tenido grandes maestros de Literatura, y que la carrera tuviera un nombre extraño (Letras Inglesas, Letras Clásicas) y no me pareciera que ahí iba a aprender a ser escritora. A veces pienso que es una pena que mis padres no me dijeran sobre concursos públicos de literatura de jóvenes. O tal vez lo hicieron y no comprendí de qué se trataba. En fin. A pesar de todo ello, leer y escribir son de las pocas cosas que hago completamente por gusto, sin obligación alguna más que el placer de vertir en la hoja lo que resuena en el interior.
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