La vida no es corta, ni se pasa volando. Los años son largos, con sus estaciones, sus cambios de horario, sus temporadas. Las hojas se secan, una a una, se desprenden, vuelan, caen. Las ramas se quedan desnudas esperando que pase el invierno, sin saber si pasará o no. Los meses son eternos, sus semanas perennes, los días se estiran desde los primeros rayos, las horas gotean lentas por el reloj, minuto, a minuto, a minuto. Los segundos se suceden uno tras otro, cada uno con su espacio propio, y tan lentamente se acumulan... El silencioso ahora sobrevive siempre.
En cada presente, los espacios cambian, las personas cambian. Nos ocupa el teatro de la vida, nos convence de tomar parte. Nos involucramos, nos la creemos. Damos credenciales a todo lo pensado, hacemos y hacemos y hacemos. Perseguimos metas, proyectos. Inicio, desarrollo, conclusión, fin. Siguiente. Complejizamos. Hablamos. Hablamos en consecuencia con. Hablamos sobre de. Hablamos con el fin de. Hablamos para. Hacemos, hacemos. Otra vez, otra vez, otra vez. No podemos dejar la obra, nuestro papel casualmente resulta siempre el del protagonista. ¿Qué haríamos de la obra sin nosotros?
Pero llega un momento de silencio tan largo, que es repentinamente obvio. Antes del primer segundo marcado por el primer reloj no había segundos. Los ciclos naturales no están cronometrados, varían y ocurren, o no. La vida se crea, se destruye, o no. No hay tiempo, no hay espacio, no hay obra. No hay nada. Para el ratón-mascota la vida es la rueda, el aserrín, el baldecito de agua, la ratoncita, y empezar todo de nuevo. Para él todo es tan necesario, interesante, meritorio. Quiere involucrarse. El ratón libre sólo pastorea. Improvisa cada instante, huele el viento, tal vez encuentre una hembra, tal vez no. Pasará su vida simple. Sin darle demasiada importancia, ni siquiera al momento del fin. Un instante vivirá. Al siguiente, no. Es ratón, no tiene que ser otra cosa. Ser lo que es es suficiente.
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