Sep 23, 2010

crónica de niñez cotidiana


Podría decir que ir a la escuela le era tan nauseabundo como ver un cadáver todas las mañanas. Nunca vio uno, pero se sentía exactamente igual. Esa lóbrega sensación de repelencia. No recordaba una sola mañana agradable mientras fue a la escuela.

El despertador sonaba a las 6:15am y lo peor era lo primero: tener que encender la luz de buró, porque el sol todavía no saldría por un buen rato. El tímido 'click' del interruptor le molestaba: un sonido de mal augurio. Tardaba bastante en salir de la cama, siempre la esperanza de que algo repentino la salvara. Pero no. Se ponía la áspera camisa blanca, casi transparente y sosa. La falda era igualmente insabora y la textura resbalosa y fría. Tenía peto y apestaba a los tejidos artificiales con que hacen los uniformes para niños. Los calcetines eran de un verde deprimente, y los zapatos negros y pesados, como cada mañana. El suéter era un concentrado de aromas desagradables como lápices y papel y polvo y mesas y otros niños igualmente apestosos y acartonados. Y ése era el abrigo del día. Había que tomar la mochila y no olvidar la tarea hecha, y el lunch miserable y desabrido en la lonchera.

Subir al auto y escuchar el motor calentarse, sentir el frío en las piernas por la falda, irremediable. El cielo apenas aclaraba con un gris mortecino y fatídico. Salir entonces a las calles polvorientas y horrendas de México D.F., a la guerra encarnizada con millones de automovilistas que ya llevan una hora y media manejando, e impedirán a toda costa que uno llegue a su destino. Hay qué luchar contra todos para llegar. Y eso que la escuela estaba a 15 minutos de su casa. Al llegar, había que dar un beso al padre y salir del auto al frío mayor del aire libre. Entraba la primera a la escuela vacía y le esperaban entonces una eternidad, ó 40 minutos, errando por los vastos, sucios, frios, secos patios grises, salpicados de muchachitos esparcidos y abandonados igual que ella antes de que la irritante campana para entrar sonara. No había dónde sentarse que no fuera frío y sucio. Entraba al salón y se encontraba con olores desagradables de polvo, cuadernos, y gis, y maestras añejas, y suéteres de niños apestosos igual que el suyo.

Tomaba el sitio hasta atrás, pues era muy alta, y a veces se sentaba con un niño que también fuera muy alto y era extraño pues todas las niñas se sentaban con otras niñas, todas tan pequeñitas, como muñecas. Muy bien peinadas. Ella en cambio alcanzaba la estatura hasta de las maestras y no encajaba muy bien en ningún lado. Iniciaban las labores desencantadoras de la escuela: matemáticas, chillante cuaderno amarillo, español, un rojo confortante pero no del todo, ciencias naturales, el verde es vida, y ciencias sociales, el horripilante azul cielo que gritaba con hipocresía la verdadera dificultad de la disciplina. Nunca pudo memorizar fechas o nombres. Pasaba apenas con 6. Y siempre la angustia de la incertidumbre, exámenes, entregas, tareas. Diario los ejercicios aburridos y tediosos. Nunca estaba segura de haber sacado buenas calificaciones, y esa era su única responsabilidad, más le valía no sacar malas notas. Su madre indicaba el año y grupo en sus cuadernos con letras mayúsculas, rígidas y clarísimas, y no manuscrita condescendiente como los otros niños. I-B, II-A, III-B. Los años pasaban tan lentamente que era como tortura china mortal. Había que sobrevivir cada año para empezar de nuevo el doloroso proceso de un año más.

A la llegada del recreo salía con hastío a comerse el ansiado almuerzo (no recordaba haber desayunado nunca), que para ese entonces caía como piedra en el estómago. El sándwich aplastado y húmedo por el jitomate, las jícamas sosas y sin chile piquín. Nunca llevaba dinero para comprar golosinas y si acaso llevaba algo, le alcanzaba para muy poco. Vendían unos chochitos rojos que venían en un tubito laaargo, laaargo que había que mordisquear con ahínco para extraer y disfrutar, si es que esto era posible. Siempre le pareció algo estúpido e innecesario, pues no era difícil abrir el tubito desde el principio y comerse los chochitos en bocados normales, pero todo el mundo mordisqueaba sus tubitos y presumía felizmente una masa plástica y colorada que duraba horas y horas, o por lo menos los 20 minutos que duraba el recreo, así que así lo hacía ella también. A veces jugaban resorte y era divertido, era buena y le gustaba brincar. A veces llevaba en la mochila alguna pequeña muñeca que cuidaba celosamente del acoso de los ansiosos compañeritos. Fácilmente se hacía amiga de los niños que nadie quería, los que todos molestaban, tímidos y extraños, pues en casa le habían indicado claramente que no debía rechazarlos, y que eran normales y agradecerían mucho su aceptación. A veces se sentaba en alguna banca y observaba a los grandes y a los chiquitos y cómo los chiquitos del año pasado ahora no eran tan chiquitos y había unos chiquititos que venían del kínder y era muy chiquitos. Y como los grandes eran muy grandes, sus cuerpos eran grandes, y las niñas tenían fleco y caderas. Y aún cuando su hermano le llevaba sólo dos años, le parecía que estaba adelantadísimo y seguramente veía cosas en la escuela que ella jamás comprendería.

Así pasaron muchos años, primero el kínder, después la primaria. Una y otra vez despertarse, una y otra vez el click, una y otra vez el frío, una y otra vez la espera, una y otra vez la lucha, una y otra vez la náusea. Parecía que no iba a acabar nunca, que sería igual para siempre, que esa era la vida irremediablemente y que todos los seres humanos debían pasar por la tortura de ir a la escuela porque la vida no era para divertirse ni era fácil, porque todos tienen responsabilidades y deben cumplirlas, y porque no había otra opción, pues la responsabilidad de los niños es ir a la escuela y no se podía hacer después, uno tenía que asistir a la escuela en ese momento, cuando era niño y era indefenso.

Pero pasó. Y terminó. Y hoy agradece cada mañana de luz, cobijo, desayuno y libertad: ya nunca más tengo que ir a la escuela, bendito sea.

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