He de venerar una montaña. Encontrarla en mi mirada lo primero en la mañana, y en el día, otra vez, otra vez, otra vez... A la piedra siempre presente, muda y franca, interponiéndose entre yo y el cielo. Mirándome sin ojos, escuchándome sin oídos, día tras día, semana tras semana, año tras año. El cobijo de su permanencia ineludible, su sombra sobre la simple rutina, una rutina tan consistente como su densidad pétrea. Reencontrarla repentinamente, notarla con conciencia, porque antes olvidara que ahí sigue, con sus lentísimos movimientos de traslación y rotación con estridencia imperceptible por estos canales tan burdos de forma de vida. Y a merced de las estaciones, observarla y que me observe, con respectivos cambios de ánimo, de actividad, de naturaleza. Apagar la luz y verla lo último antes de cerrar los ojos y morir, observarla ahí, negra contra el gris del cielo, fría y húmeda, sin dudar un segundo ser montaña. Ser montaña pase lo que pase. Y ella, con su sola presencia, apagándome el cerebro con su verde negro, cerrándome la boca con su contorno eterno, calmándome la angustia con sus aseveraciones: 'vas a morir, como todo, ten paciencia, como yo'. Todas las respuestas en su silencio que exclama el silencio ensordecedor de su presencia. Y perdernos en un anónimo nocturno y suspendido, viajando por el cosmos en la corteza de la tierra. Mil instantes en que somos sólo materia, indivisible masa humana y pétrea. La misma cosa que se observa y se contesta.
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