La morada era un recinto de paz y se notaba. Tenía cierto aire de independencia de la casa, ni él parecía pertenecerle, ni ésta a él. La estructura de la construcción era dominante, y los detalles, inocuos. El silencio era envolvente y las temperaturas vivas. Los pies frescos en la planta baja y el corazón caliente en la planta alta. El aire y la comodidad corrían libres entre las puertas abiertas y las ventanas. Disfrutaba de los tonos verdes asomándose desde el jardín, a través de los cristales discretos, contrastando con los blancos de las paredes y los ocres y terracotas de las cerámicas.
Llegaba a casa siempre. Se movía tranquilo en su espacio como quién conoce bien su cueva. No se reservaba ningún movimiento. Con los pasos amplios y ligeros, tomaba los espacios y flotaba. Subía con pasos de metal las escaleras y se cambiaba a algo cómodo en un rincón privado. A través de la biblioteca y al abrazo de los libros caminaba. Se recostaba un rato en el sillón, etéreo. Picaba en la cocina algo improvisado. La canasta siempre llena de manzanas. O se sentaba un momento en el estudio a curiosear de la red lo indispensable. O simplemente no hacía nada.
Al atardecer nos acompañaba alguna música que avivaba el espacio, sinergética. Leía yo algo de su biblioteca, tranquila. Mientras tanto él hacía algunas cosas de rutina y se escuchaban sus pasos rozando el suelo, de un lado a otro, y por fin acercarse a la habitación. Era su escondite más íntimo y privado, tranquilo y neutral, la guarida siempre salva. No había muebles, no había cuadros, no había nada. Apenas cálidos tapetes en el suelo y decoración agradablemente austera. Se asemejaba a las celdas de retiro, con paredes curvas blanquísimas, el piso de cálida cerámica y el ambiente sin distracciones, saturaciones, ni evasiones. Me era inevitable sentirme algo intrusa.
Cerraba la puerta como dejando el mundo entero tras ella, dándonos privacía absoluta. Apenas asegurar el picaporte, la habitación era cápsula viajera independiente. No había forma de escapar, y nadie lo deseaba. Lo que entonces sucediera era completamente impredecible y oscilaba entre los extremos del espectro. Podía no suceder nada, podía suceder todo. Una larga noche de sueño reparador, quizá. Quizá no. A la luz de la pequeña lamparilla, cuidadoso daba fin a la música que antes me acompañara. No hablaba, era su territorio. Dormía sólo con camiseta y el cabello suelto. Entraba en la ropa de cama tranquilo, franco y diría que hasta festivo. Mi cuerpo reaccionaba sutil a su discreta cercanía: tornaba de reposado a dispuesto sin cambiar nada.
Nunca recuerdo cómo iniciaba el paseo. Recorríamos caminos y veredas nuevos o ya clásicos, a veces caminaba él delante, y a veces me dejaba llevarlo. Aún andando lado a lado, me era todo nuevo y refrescante. Vasto jardín con sándalos y especias, magnolia profunda y saturante, menta fresca recién cortada, minerales de la tierra y aroma de rocas. Respiraba tranquilo y rítmico, concentrado y sereno. Mantenía un tono pacífico, mas no apático. Discreto, solicitaba y otorgaba. Generoso e insaciable. Sabía guiar y lo hacía bien, con mando y delicadeza. Inspiraba libertad y seguridad. No había nada qué temer. Estupefactos, se fusionaban los sentidos en canales híbridos. Desaparecía la linea entre cuerpo espíritu corazón cerebro. El encuentro era siempre psicotrópico.
Antes fallido, liberé el deseo de resistirme a amarlo al abrazarlo a la luz ámbar. Era tonto, lo sabía, mi cerebro confundía testosterona con serotonina. Pero entonces no pareció necesario esperar a un mejor momento para sentirlo, si es que hay un momento tal. Nuestras vidas, ambas, hechas, no entrelazadas, si acaso momentáneamente paralelas. Sin necesidad alguna uno del otro, al menos ninguna esencial o irremplazable. Era pues una reunión de libertades, de placeres, de risa. No había 'mañana', ni 'en unos años', ni compromiso, ni garantía. No había nada qué perder ni nada qué ganar. Y nada se perdía con amarlo ahí, al natural.
Antes fallido, liberé el deseo de resistirme a amarlo al abrazarlo a la luz ámbar. Era tonto, lo sabía, mi cerebro confundía testosterona con serotonina. Pero entonces no pareció necesario esperar a un mejor momento para sentirlo, si es que hay un momento tal. Nuestras vidas, ambas, hechas, no entrelazadas, si acaso momentáneamente paralelas. Sin necesidad alguna uno del otro, al menos ninguna esencial o irremplazable. Era pues una reunión de libertades, de placeres, de risa. No había 'mañana', ni 'en unos años', ni compromiso, ni garantía. No había nada qué perder ni nada qué ganar. Y nada se perdía con amarlo ahí, al natural.