Estoy pensando que no hay metáfora más obvia, cuando la escucho desde lejos. Ahí viene la bestia. Siento en todo el cuerpo el viento que trae con su galope. Llega, desenfrenada, inevitable. Se detiene bufando en el centro de la habitación, del estudio. Me mira directo a los ojos, no hay forma de pretender que no está ahí, que no la he visto. Es evidente e ineludible. Roza con los cascos el suelo y se balancea, inquieta. Se acerca y resopla en mi nuca, se revuelca entre mis cabellos. Si pudiera darle forma, sería como el Toro Rojo, el de El Último Unicornio, con los ojos vacíos y terrible pelaje en llamas, consumiéndose, consumiéndome. Haga lo que haga, no puedo librarme. Su presencia me aprisiona. Trato de concentrarme en otras cosas, por supuesto. Me distraigo un poco, pero en el fondo de la garganta sigo con ese mal sabor del deseo insatisfecho, del ansia, del desgarre. Se quedará aquí por días.
Viene desde ya hace más de una década, aunque el tiempo no ha disminuído la intensidad de los espasmos. Me obliga a salir a la calle, a buscar, a arriesgarme, obedeciéndola. A veces me quedaba muy claro que no tenía nada que perder, ni tenía miedo, y salía en plena conciencia de la búsqueda. Me gustaba cazar y dejarme arrastrar por su fuerza. Muchas veces, y aún sin desinhibiciones químicas, emitía espontáneamente las palabras, sin pensar en su significado, lanzando la pregunta al aire. Fueron pocas negativas, pero sí hubo algunas. Muy pocas ocasiones el turno fue mío de responder a las órdenes de las bestias de otros. Para satisfacerla, coseché encuentros. Algunos medianamente agradables, otros desagradables. Los mejores los he olvidado. Ella siempre quiere más. Durante mis tímidos intentos de aplacarla, desaparece por un momento breve, y regresa pronto para reírse en mi cara. Aquí el cerebro no tiene lugar ni papel, sólo el cuerpo. La razón -en efecto- está perdida.
Pero el tiempo tampoco ha pasado en vano. Con indefensa tristeza noto que me he ido oxidando. Me digo que buscar se ha tornado cansado, no puedo tomarme la molestia. Cuando llega, la miro sin parpedear y le digo, "ya estás aquí, has llegado de nuevo". Me mira, resoplando y gimiendo. Es portentosa, tan insaciable como generosa. Bestia maravillosa que busca dueño. Y mientras está aquí, me doy cuenta: me molesta que sea todo tan complicado. ¿No es ampliamente sabido que todo mundo busca lo mismo? ¿Por qué no logro consumirla, por qué se queda aquí, desperdiciada? Claro, claro, hay otros factores que participan: química, momento, lugar. Tal vez suerte. En fin. Pero creo que ante todo, lo que no he encontrado en ellos, es desenfado y decisión. La decisión de olvidarse de todo el resto y simplemente dejarse llevar por un instinto. O seré yo misma, aterrada de consumirla sin control.
Pienso en remediarlo, pero sé de antemano que es inútil. No me sirve teoría alguna. La bestia se sienta encima mío, me asfixia. Empiezo a contemplar posibilidades grotezcas. Ninguna parece aspirar a cristalizarse. Nada qué hacer al respecto. No hay acción ni sentimiento que valga. No hay frustración ni empeño. Sólo esperar a que se vaya. Así es siempre desde que me niego a obedecrla. Ten calma, ya llegará, le digo. Al menos tienes recuerdos de cuando fuiste domesticada. No parecen bastarle mis argumentos. En el peor de los casos, aparece imparable, insaciable, cruel y violenta, porque sabe que la noche puede ser suya. Pero ya desde hace tiempo, como éste, no hay quién la incite... más. Y sin embargo, viene siempre, luego se va. Y siempre regresa. Cuando no está, yo retorno a lo que era sin ella, que tampoco es mucho. Entonces mi cerebro se despeja y puedo ver claramente que la vida es completamente vacía y aburrida sin -al menos- su visita.
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