Jan 21, 2010
intruso I
De nuevo viajábamos por horas. 2000 kilómetros de regreso y otros tantos de ida a las profundidades de la cabeza. No pude evitar que hablaras. No pude impedirnos analizarlo. Revelabas poco, como siempre. Tus preguntas, neutrales y ecuánimes. De los días pasados, no supe confortarte, ni siquiera preguntarte si sabías ya lo que encontrarías. Yo ya lo sabía, pero no era mi turno revelártelo. Dejé que pasara todo. Por tu actitud, pensé que estabas tranquilo. Casi estuve segura de que la que ignoraba más era yo. Ahora me decías que había sido un infierno. La sorpresa se había fundido con el desagrado, la decepción, quizá la ira. Noté más que nunca la distancia que ponías entre tú y las cosas. Te escuché con temor, y pobremente elegí mis comentarios. Hubiera preferido no hablar las 10 horas.
De lo nuestro no hablamos casi. No pude decirte que me la había, y seguía, pasándola mal, incluso ahí, hablando contigo de ellos o de cualquier otra cosa. Seguía apoderándose de mí el deseo insatisfecho, seguí resistiéndome a verte perdido. Traté de halagarte, como siempre, pero no sirvió de nada. Me quedé sola, no correspondiste a mi gesto. No buscabas mi preferencia. Ocupado, te debatías entre otras tantas. Yo, el amador, tú, el amado. Sólo te comenté brevemente mi reflexión acerca de aceptarte como eres. Me aseguraste sería imposible, sin esperar a escucharme concluir. No supe si hablabas por rechazo o por miedo. De ella no hablamos nada. Evité a toda costa mencionarla, ni acercarme. Tampoco la mencionaste. Me refugié en la ignorancia de tus sentimientos. Operando en mi contra, dejé viva una pequeña esperanza. Te dejé en casa solo, por fin.
Te invocó mi cabeza horas más tarde. Una escuela de mi infancia, mosaicos en el suelo, personas y una fila qué hacer para entrar a algún sitio. Empecé a leer algo que había recibido tu amigo editor, y me preocupé por no haberle mandado todavía lo mío. El ensayo era muy bueno, me intimidó un poco y pensé que tendría que ponerme a trabajar pronto. Estabas ahí, haciendo algo. Te acercaste de pronto, caminando entre la gente, usabas la cazadora de tu foto. Noté tu cabello negro y libre, como habitualmente. Me abrazaste con confianza y sin torpeza (contrario a lo que temes) y sentí tus labios tibios en los míos. La humedad de tu boca bastó para saciarme, repentina y basta. Fue un beso corto y suave, seguido de un abrazo grande y cálido. Una décima de segundo pensé que no me importaba qué te había hecho besarme. Imaginé que no lo hacías por la razón que yo deseaba que fuera. Me sentí por un instante feliz, e inmediatamente vacía: se había acabado la cacería y la vieja búsqueda. Me invadió el miedo de no saber cómo comportarme. Sentí entonces, como tantas veces he sospechado, que estoy, por pánico y costumbre, acompañada de mi soledad. Y esa es la única compañía honesta. Desperté con sabor de triunfo efímero y derrota eterna.
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