Que nadie me dirija la palabra. Que nadie me tome en cuenta, que nadie evidencie este momento. Que nadie rompa el silencio en mi cabeza, que nadie interrumpa el hilo de mi pensamiento. Que nadie me consulte, me procure, me sugiera. Que nadie encienda la música, toque la bocina, toque la puerta. Que nadie me recuerde que existo, que nadie me recuerde que soy alguien.
No me explico esta necesidad de nada, el deseo de desaparecer y dejar de vivirlo todo. Querer el vacío y la ausencia. Esta nostalgia del fin, este deseo de oscuridad perpetua. Quizá un miedo terrible a no tener lo que quisiera, o un aburrimiento aplastante de todo lo que es y que será. El evidente fracaso de desear lo inalcanzable.
Ah, pienso, la débil naturaleza del ser humano, de querer lo que no tiene y aborrecer lo que tiene. De pensar, mi vida no es lo que quisiera, pero ante no tener nada, prefiero ésta. O la lección profunda y valiosa del valor de las cosas, del sonido, de los otros que nos recuerdan que estamos aquí y ahora. El miedo infinito a lo desconocido, al vacío absoluto, a la pérdida total.
La escarcha del escepticismo sobre toda la energía que produce mi cerebro. No puedo creer en nada. No puedo tener esperanza. Estoy cayendo en un agujero profundo y oscuro sin retorno que me marchita, que me seca, que me cambia. Ya no soy la que fui ni entiendo qué era. Ya no soy nadie que reconozca. Ya no soy alguien. Soy sólo la sombra de lo que alguna vez quise ser.
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