Me pregunto cómo percibirá la vida la gente que vive
aquí. El ejido es pequeño, con menos de
50 familias. Los solares se acomodan en
una pequeña cuadrícula, cada uno de 50 x 50m.
El ejido se distingue de otros por su limpieza y orden. Los pastos están verdes, las casas son de
madera pero algunas están pintadas. Los
setos están podados. Así por encima, se
percibe tranquilidad y armonía. Ahora,
de noche, se escucha música en algunas casas, pero no como en otros ejidos
donde la estridencia es notoria, sino a un volumen amable, casi compartiendo,
pero sin invadir a los vecinos. En otras
casas se escucha la televisión. En otras
no se escucha nada, sólo se ve un foco prendido por aquí y por allá. Y en otras casas se escuchan risas de niños y
grandes. Charlan y ríen.
Alrededor del ejido hay montañas peludas de
selva. No son muy altas, pero la
vegetación siempre las hace ver imponentes.
Siempre que las veo me da la impresión de que aquí la selva es tan explícita
que grita por sí sola su presencia, invencible.
Pero no es así. No es invencible
ni mucho menos. La selva es vulnerable y
débil, y se la puede aniquilar con poco esfuerzo. Simplemente aquí, donde estoy sentada ahora,
pudo levantarse alguna vez un árbol de cuarenta metros de alto. Y ahora hay un piso de cemento, una bombilla
titilando débilmente, y una persona sentada en una silla de plástico
escribiendo en una computadora. Y así en
todos los terrenos que se ven en el camino, sin árboles, con pasto, con ganado,
quemados, en fin, ahí alguna vez hubo selva.
Quizá esta imagen es de las que
me tortura silenciosamente cuando viajo para acá. Por eso no puedo dejar de ver los montes
verdes y poblados e imaginar que así fue todo alguna vez.
Pero no entremos en los dramatismos usuales en torno a
la extinción de los ecosistemas (ja), regresemos a la vida del ejido. Ahora hace un tiempo espléndido. No hace calor y el aire no está completamente
húmedo. Quizá más tarde en la noche haga
un poco de fresco. No hay mosquitos, y
eso sí es de agradecerse a Dios con toda el alma. Es más, el tiempo está tan agradable que dan
ganas de quedarse aquí una semana a no hacer nada más que columpiarse en una
hamaca y nadar en el río. Porque el río
está aquí cerca, el río Lacantum. Y es
un río grande. Tendrá unos cincuenta metros
de ancho, y sus aguas corren rápidamente hacia el Usumacinta. Es una corriente fuerte, nadar puede ser
peligroso, aunque con un chaleco flotador y algunas habilidades de nado, una
persona puede viajar de poblado en poblado a lo largo del río sin problema,
según me han dicho. Ahora no me he ido a
asomar al río, pero seguramente sus aguas están azules y brillantes, como suele
ser en temporada de secas. Durante las
lluvias, se tornan color café y el río crece.
Cuando los leñadores tabasqueños sacaron la caoba de la Selva Lacandona
en los años 40, era usual que lanzaran las trozas (troncos cortados) al río y
viajaran sobre ellos hasta el punto de reunión.
No sé hasta dónde llega el Usumacinta, me pregunto a dónde viajarían
sentados sobre esos inmensos troncos, cabalgando el río.
Me imagino a Marcos (no él en persona, sino lo que representa) escribiendo “desde algún lugar de la selva”, como suele firmar sus misivas. Estar metido de pronto en un punto muy, muy lejano de la civilización y ponerse a pensar y a escribir. Y más si es en la selva. Me lo imagino despojándose del pasamontañas y las botas, usando unos cómodos huaraches y tumbándose en una hamaca para esbozar el siguiente movimiento del Movimiento. Pensar que algunas comunidades despertaron a una conciencia social de sí mismas y desde aquí, desde pisos de tierra y malaria, intentaron darse autonomía, derechos, identidad, respeto. No sé cómo lo hicieron. Además de que aquí no hay prácticamente productos y servicios que puedan aprovecharse para tal fin, me da más curiosidad cómo aclararon en sí mismos, en su mente, qué querían, y cómo querían conseguirlo. Porque nacer y crecer en la selva tampoco provee muchos recursos intelectuales. Es curioso, pero la relación que mantienen las comunidades con el ecosistema en el que viven frecuentemente es de extrañeza y hasta repulsión. Digamos que no son el típico ejemplo de la relación armoniosa hombre-naturaleza. Eso vino después, en el discurso… Aunque quizá en otros casos no es así.
¿Por qué este lugar guarda tanto encanto para mí? Recuerdo que en la carrera era especial aquél que trabajaba “en la selva”, como si se le tuviera una especie de respeto, admiración. Cuando entré al taller de tesis, que fue definitivo en la elección que más tarde haría sobre mi área de trabajo, existía las posibilidad de trabajar con especies de diferentes ecosistemas, e hicimos una salida de campo a Tamaulipas y Veracruz. En Tamaulipas visitamos El Cielo, una reserva de bosque de niebla, o lo que quedaba de éste. En Veracruz visitamos Los Tuxtlas, un relicto de selva tropical. Pero no, no fue ahí que la selva me impresionó, o no lo recuerdo así. De niña, también, viajé a Chiapas, a Palenque, y tampoco recuerdo que en ese momento pensara que la selva era imponente. Quizá fue después, durante el doctorado, donde mi motivación inicial era una idea (aquella de “la selva”) y se afianzó al cruzar el Lacatum y adentrarnos en la Selva Lacandona. Y es que qué selva, no es cualquiera.
En la selva conviven más especies por hectárea que en ningún otro ecosistema. Es decir, la selva es el ecosistema más diverso qué existe. El suelo de la selva tropical es muy delgado, el ciclaje de nutrientes se mantiene gracias a la gran cantidad de biomasa que hay en el suelo, conformada por miles de hojas que caen, se pudren y se degradan en el suelo, y por las raíces superficiales de los grandísimos árboles que viven aquí. La vegetación está estratificada y esto se puede observar a simple vista: hasta abajo, el sotobosque, en un estrato intermedio los arbustos y especies pioneras, y hasta arriba, los árboles tolerantes a la sombra (pues se hacen sombra entre sí). Finalmente, las especies de dosel emergente crecen y crecen hasta que sus copas rebasan a todas las demás y pueden recibir el sol sin intermediarios. Todo esto sonará científico, y lo es. Pero basta fijarse un poco en un manchón de selva que se ve. En tantos tonos de verde, café, blanco, amarillo, gris de las hojas. En tantas formas de hojas grandes, redondas, afiladas, como estrellas. En los grosores, formas y colores de los troncos. Y en los sonidos. La selva habla a través de una voz de múltiples identidades.
Es quizá éste último el rasgo que recuerdo con más nostalgia cuando no estoy aquí, y el que me hace reconocer que he llegado: el sonido de la selva. Si pudiera grabarlo en un disco y escucharlo por horas. Miles de insectos cantando sus propias tonadas, a diferentes horas del día y la noche, hasta volverse casi estridentes al atardecer. Las hormigas arrieras comiendo las hojas de un arbusto. Los monos aulladores rugiendo como jaguares a kilómetros, hablando entre ellos un diálogo instintivo y misterioso. Las hojas de los árboles meciéndose al viento o al agua, golpeando en armonioso batir. Y la lluvia. Un ejército de tambores que se acerca desde lo lejos y se le escucha venir, y que al llegar calla toda voz y todo pensamiento. Benditas esas noches en que despertaba extrañada, ¿qué se escucha tan fuerte?, y sólo algunos instantes después podía comprender que el estruendo no era nada más que la lluvia, como sólo llueve en la selva.
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