Pienso en las lluvias. Puedo escuchar el silencio del suelo y los tambores del aguacero. Animales empapados y corriendo a casa. Ningún paraguas, ni botas, ni impermeable. Ni una sola partícula de plástico. Nadie para decir qué bueno que llovió o qué malo. La lluvia dando vida a este enorme cuerpo flotante, devolviendo lo que respira en nubes al sol y al viento. Rayos y centellas rugiendo solos. Alumbrando los cerros negros y tal vez quemando los pastos para apagarse con el aguacero. Cuántos juegos de astro vivo.
Y luego las plantas. Me conmueve hasta el llanto su crecimiento callado y continuo. Su mirar a la luz y hacerse más grandes. Su raíz que cava y explora y absorbe y respira. Caería un árbol viejo de miles de años en medio del bosque de sequoias, que no se llamarían así ni nada, sólo otro árbol más de cien metros de alto. El estruendo de su caída sería una nota musical como cualquiera, y el nuevo hueco en el dosel la entrada de rayos al suelo que nadie ha pisado, ni pisará. Y una semilla germina. Y todo vuelve a comenzar por cien años más.
Cuántos siglos fue la Tierra tan perfecta. Cuántos siglos fue la música de la vida la que escuchaban rocas, plantas, animales. Cuántos siglos se arropó la Tierra para dormir a su propio abrigo. Cuántos siglos amaneció el Planeta con su mejor humor, y su más bella cara.
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