Humillación
He recordado algunas experiencias que forjaron mi herida de humillación, la que es más profunda en mí y la que la forma de mi cuerpo proyecta en mayor medida. No sé exactamente cómo se formó la herida en mí, qué fue lo que percibí desde los primeros años de vida que más tarde manifesté en la niñez, reafirmando la humillación. Pero recuerdo bien experiencias a las que sobrereaccioné, identificándome con un sentimiento de vergüenza, de pena por mí misma y por los demás. Voy a vertir mis recuerdos aquí, para que descansen fuera de mí, inertes, en paz.
-Recuerdo a mi madre cambiándome los pañales, frunciendo el ceño y aprisa -como siempre-.¿Quizá en un gesto de inconformidad, molestia, angustia, desespero?
-Me recuerdo lloriqueando en mi habitación y peleando con mi madre. Quise dormirme en señal de aislamiento, pero ella me tomó fuerte del brazo y me dijo con dureza que no me era permitido dormir en ese momento.
-Recuerdo en tercero de kinder una maestra que gritó a un niño inquieto si tenía "hormigas en las nalgas". Recuerdo el calor de la sangre en mi cabeza al escucharlo, avergonzada.
-Recuerdo a las niñas de 1° o 2° de primaria que, al salir la maestra del salón, se ponían de pie frente al grupo y se subían la falta y bajaban los calzones. Recuerdo que los niños gritaban, exaltados. Recuerdo ponerme de pie e intentar verlas, sin gritar y sin comprender por qué lo hacían, sentir que era muy peligroso si eran descubiertas, sentir vergüenza.
-Recuerdo la ira que sentí cuando una maestra suplente, para que yo no escribiera pegando la cara a la hoja, me tomó de la cola de caballo y me tiró con lentitud y fuerza. "Ponte derecha", me dijo. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero no lloré, porque me daba vergüenza.
-Recuerdo acabarme los lápices rápidamente en la primaria, por escribir con tanta fuerza en la hoja y sacarles punta prácticamente todo el tiempo. Recuerdo la molestia de mi madre cuando le pedía un lápiz nuevo. "¿Por qué me dices a estas horas?", me preguntaba -lo que a mí me parecía- muy molesta.
-De muy pequeña, recuerdo hacer acopio de valor por varios días y preguntar por fin a mi madre si estaba enojada conmigo, si yo habría hecho algo que le molestara. Recuerdo la vergüenza que me causaba preguntarle, pero si no lo hacía, estaba faltando a mi deber, lo cual era imperdonable.
-Recuerdo esa rarísima ocasión en que trabajaba con mi padre en alguna labor casera y aquilatar el momento como nunca. Recuerdo haberle preguntado una pregunta inapropiada sobre los trabajadores de la casa. Recuerdo como no me dijo nada y me indicó que guardara silencio con el dedo en los labios. Recuerdo la sangre caliente en mi cabeza, sentirme tan avergonzada de haber arruinado todo.
-Recuerdo pedirle a mi madre que me comprara un brassiere o algo parecido, pues me sentía incómoda con la camiseta de la escuela, sin usar nada abajo, y las otras niñas ya usaban curiosas camisetas y cosas por el estilo. Fuimos a una tienda y ella se acercó a la dependienta, "Señorita, a ver, corpiños para esta niña, por favor", hablando en un tono de fastidio y mal humor (de nuevo, como siempre) y yo sintiéndome sumamente avergonzada y pensando que todo mi esfuerzo porque la situación fuera discreta había sido en vano y era mejor no estar ahí del todo.
Más adelante en mi vida, durante la adolescencia y los primeros 20s, me involucré en situaciones que me colocaban en una posición de ser humillada, las toleré más allá de la humillación con tontas excusas acerca "del deber", y más tarde busqué expresamente la desaprobación de mis padres como resultado de estas experiencias.
Desde luego, decir "no" siempre me costó trabajo. Terminar relaciones amorosas, rechazar pretendientes, rechazar personas, en fin, todo lo que significara decir no. Hoy en día creo que mi sobrepeso está muy ligado a esta incapacidad de decir no. Pareciera que con mi sobrepeso me ahorro el tener que decir no a un hombre, por ejemplo, pues mi sobrepeso ya lo aleja de antemano.
Abandono
Por otro lado, aquí están mis recuerdos que reafirmaron mi herida de abandono, que también fue alimentada por la actitud de mi madre durante mi niñez, y que se manifiesta hoy en día en la postura de mi espalda, encorvada hacia el cuello, con un dejo de torpeza y actitud de "estorbar" o quererse hacer invisible.
-Recuerdo mirar a algún perro callejero y sentir la pena más grande, llorar en silencio, sin decirle a nadie.
-Recuerdo que de niña muy pequeña, me gustaba jugar con muñecas pequeñísimas, apenas del tamaño de un dedal, que tomaba con mis manos y podía pegar a mi cara, y podía ver qué pequeñas eran, y esto me fascinaba, aunque siempre temía perderlas.
-Recuerdo llorar inconsolablemente cuando se perdió mi pequeño pingüino de juguete que recibí como obsequio de un viaje de mi padre. Recuerdo haberle hecho una pequeña cama bajo mi silla, y haberlo colocado dentro de la minúscula bolsa de mi falda. Recuerdo caminar incansable por la escuela, esperando encontrarlo, pensando que quizá estaría ahí, en el siguiente rincón, pero no estaba.
-Recuerdo la incomodidad de esperar 50 minutos a que iniciaran las clases, pues mi padre nos dejaba en la escuela temprano para no encontrarse con el tráfico de las mañanas. Recuerdo el frío que se colaba bajo mi falda, y no encontrar ningún lugar cálido ni limpio para sentarme mientras llegaba la hora de entrar a clase. Me era muy desagradable.
Rechazo
Recuerdo también evidencias de mi herida de rechazo. En la primaria, por ejemplo, era costumbre mía acoger a los niños de los que nadie quería ser amigo. Recuerdo que durante muchos años fue mi "mejor amigo" un pequeño con nombre extraño, gordito, con la voz ronquita, siempre con mocos secos en la nariz y el suéter sucio. Como él, tuve otros amiguitos que los otros niños rechazaban.
Mi madre me había indicado que no debía rechazar a nadie (¿su propia herida de rechazo o injusticia?), y debía aceptarlos a todos. Yo seguía cabalmente las órdenes, pues en mí hay otra buena proporción de la herida de injusticia, y por ende yo quería ser justa en todo lo posible. Así, no era justo rechazar a nadie. Sentía mucha pena por estos niños, me inspiraban lástima e inmediatamente era imposible que yo me negara a "resolver" sus soledades.
Más tarde esto me causó muchos problemas que considero relativamente serios. Me costaba (y aún) mucho trabajo decir "no", negarme a las situaciones, rechazar algo o alguien. Esto provocó que me involucrara en situaciones en las que no deseaba participar, pero que no podía negarme. Acepté siempre con justificaciones moralistas, "el deber". Hace algunos meses ojié en un libro de esos baratos de autoayuda ("100 consejos para ser feliz", o algo parecido) en una librería. Ninguno de los 100 consejos me pareció rescatable, ninguno excepto uno. "No persigas las metas de los demás". En ese momento me cayó como un balde de agua fría. De pronto tuve claridad de cuántos años había perseguido metas que no eran mías, y siempre había dejado lo mío de lado, como no importante. Esto había desembocado en grandes frustraciones, tristezas, y una depresión grave que me cambió para siempre. Y aunque todavía no tengo el valor de hacerlo por completo, me pregunto contínuamente qué metas estoy persiguiendo, de quién son, qué significan para mí, y por qué tengo tanto miedo de perseguir las mías.
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