Me sentía bien, no sé qué sucedió. Lavaba los platos y miré por la ventana, hacia abajo. Había dos perros iguales en la polvosa cancha de fut. Jugaban un poco y olisqueaban los rincones. No los había visto antes, se veían pequeños, me pregunté si serían cachorros. Se veían algo desconcertados, inestables, improvisados. Se echaron en medio del pasto, se enroscaron a poca distancia uno de otro. Me pregunté si habrían sido parte de una camada, o si los habrían abandonado ahí, si alguien les daría de comer, si se sentirían bien. Me hice estas preguntas específicamente, y no otras.
De pronto una oscuridad terrible me sombreó el corazón. Toda yo estuve sola y miserable, desprotegida de la vida, cansada de existir, agobiada por soportar la vida, aplastada por el peso de la experiencia constante a través de los sentidos. Tantos años, tantos. Tanto tiempo. Tantos pensamientos y vivencias. Mi cuerpo, mi mente, mi alma y mi corazón agotados, desgastados, descoloridos, inservibles... desperdiciados. Las antiguas motivaciones: ahora ausentes. Los deseos anteriores, dignos de persecución, ahora vanos y vacíos, blanquecinos recuerdos de algo que alguna vez pensé querer conseguir.
Un nudo me obstruyó la garganta. Permanecí quieta, con el semblante descompuesto, abstraída en un dolor profundo. Mi cerebró se resistió inmediatamente, tienes muchas cosas buenas, me dijo, esto, esto, esto y lo otro, piensa en eso. Pero la tristeza no escuchó razones ni obedeció motivos, lo cubrió todo como pintura gruesa que no transluce ni el mínimo rayo de luz. Entre náuseas, lloré.
Ahí estaba él. Notó lo que sucedía y me preguntó. No pude explicarle. ¿Qué se supone que debía decirle?, ¿vi unos perros por la ventana y ahora me siento fatal? Algo en mí me aconsejaba no dar explicaciones. Pensará que lloras porque se va, pensé. Pero no importaba si él pensaba eso o cualquier otra cosa. Porque esta tristeza era mucho más grande que la que sentía por no verlo más, ésta era dominante y absoluta, humana, no mundana. Era una tristeza del espíritu, no del fenómeno. Si él se quedara, y yo me sintiera consolada, sólo me mentiría, otro intento falso y vano de consolar lo inconsolable. Sólo atiné a decirle: a veces quisiera desaparecer.
Y aún entre sus brazos y con su compañía, supe bien que todo estaba perdido y que el tiempo pasado era irrecuperable, que la herida era mía, mi labor, sanarla, y mis intentos anteriores de hacer caso omiso de su profundidad se revelaban someros y tibios, ineficientes, quizá imposibles. ¿Qué haría con esa herida mientras el reloj siguiera corriendo? ¿Toda mi vida era una hipocresía? ¿Sufría por algo que me había mentido como ya superado? De nuevo, ante mi propia debilidad, me sentía fóbica. Nunca me ha sido fácil verme fallar, aunque no falle. Me agobió entonces el peso de la tristeza de ese momento, y el peso de saber que quizá tendría todavía el inóculo de la infelicidad absoluta, el peso de pensar que tendría que resolverlo, y el peso de saber que quizá sería irresolvible.
Aborrecía estas situaciones sin remedio. De nuevo mi pésima costumbre de modificarlo todo, de reúsar la incomodidad y lo que artificialmente consideraba no apropiado. ¿Por qué seguía resistiéndolo? Ya estaba claro que era inútil resistir la vida y sus matices. Y ésta de nuevo me golpeaba en la cara con lo más aborrecido, lo más doloroso. Como diciéndome, lo verás hasta que puedas verlo.
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