Vivo en una casa muy hermosa, no me puedo quejar. Está en un lugar tranquilo, rodeada de jardines, lejos del ruido de la ciudad, los motores y los vendedores. Pueden pasar días y yo no salgo de la casa, más que a dar una vuelta con los perros a los campos de cultivo cercanos. No siento una necesidad de salir a ningún lado. Sin embargo, me siento aislada. Veo a mi familia con cierta frecuencia, mas sigo sintiendo que asisto a cumplir mi responsabilidad como miembro de la misma, no siento espontaneidad en nuestras reuniones. Ellos, bajo el ritmo estresante de la ciudad, están en una sintonia diferente a la mía, tensos. Mis amigos están desperdigados por varios lugares, algunos cercanos y algunos no tanto. Los veo poco. A veces, imaginar el esfuerzo de verlos me hace no desear verlos. En este lugar dónde vivo no tengo muchos amigos. Vamos, ninguno. Las personas que he conocido me han resultado agradables, si, sin embargo no he formado un vínculo con alguna de ellas. Siguen siendo conocidos, lo cual no me molesta. Tengo algunos vecinos. Con ellos trato de llevar una relación cordial, aunque no me entusiasma la idea de relacionarme con ellos. No deseo relacionarme con personas a las que no les tengo afecto o pienso que difícilmente les tendría afecto. No veo el sentido de ello. Nunca me fue fácil relacionarme de esa forma.
A veces pienso que exijo demasiado de las personas, y por ello no me seducen los caracteres comunes. Sin embargo, a mucha gente encuentro agradable, me cuesta creer que alguien sea capaz de hacer el mal intencionadamente. Finalmente con pocas personas tengo química. Así que no estoy muy segura si yo he promovido este aislamiento, o este aislamiento ocurre como consecuencia de mi forma de ser. Ahora que lo pienso detalladamente, tengo algo de agorafobia. Me cuesta trabajo salir de la casa, y cuando tengo que viajar algunos días fuera, me siento incómoda desde varias noches antes. No me molesta salir de la casa por unas horas, hasta puedo sentirme liberada por distraerme un poco con el mundo exterior, pero me gusta regresar a la casa.
Por otro lado, en esta casa, siento que se fuga la energía. Los días se pasan rápidamente, dejándome la sensación de ser muy cortos. Tardo días en edificar las construcciones energéticas que en otros sitios me parecían estar más disponibles. No logro impregnar las paredes de la vibra positiva que emito durante mis meditaciones. La casa se siente fría. No logro concentrarme, me siento dispersa. No logro encontrar el lugar ideal para sentarme ni para el altar. Los perros me ponen nerviosa. Pareciera que en esta casa siempre tengo mucho trabajo pendiente, muchas cosas qué resolver, muchos asuntos sin terminar. La casa me atrapa, me asfixia.
¿Qué sucede conmigo y con la casa? Le he transferido una identidad particular, como si la casa fuera una persona, para ser precisos, una entidad femenina. La casa me contiene, me alimenta, me protege, me aísla de las personas que pudieran lastimarme. La casa me es conocida, íntimamente cercana. La casa es el testigo de mis días en la más silenciosa soledad. La casa es, sin duda, una figura a la que le atribuyo caracteres maternos. Finalmente esa agorafobia, es mi irresuelta separación de la madre. Todavía necesito. Todavía quiero. Todavía me hace falta la protección. ¿Qué es lo que no está resuelto? La adultez, la independencia, la individualidad, la autodefinición, la autoconfianza, la autoestima. También, la casa me limita, me edita, me controla. Me repite cómo soy, cuando miro cómo es ella. Administra mi energía y domina mi horario con su extraña sintonia. Proyecto en la casa la madre que viví, controladora y dispersa.
Leo aquí y allá que Dios siempre está con uno. También, que la esencia es interior, no exterior. La casa ni siquiera es mía, y aunque lo fuera, sigue siendo algo material. ¿Cómo puedo entonces retirar de la casa su investidura materna y encontrar en mi interior los satisfactores buscados? Tengo la sensación de que estas cuestiones no serán fácilmente resueltas en mi interior. La huella de la madre humana parece indeleble, o como escuché hace poco, la huella de la figura distorsionada que nos hacemos de nuestra madre parece indeleble.
Sigo trabajando en mis meditaciones. Cuando regreso a la casa, después de algunos días fuera, retomo paulatinamente mis ritmos anteriores. Necesito estar sin salir varios días, de otra forma el efecto de dispersión y distracción continua. Necesito concentrarme, ordenar cosas, apurarme con sacar lo que no uso. Me siento a meditar temprano por la mañana, leo, como sanamente, saco a los perros, medito de nuevo en la noche, leo, duermo. Necesito estar en silencio. Entonces vuelvo a construir lo que antes me costara tanto trabajo, y pasan los días sin salir. Hasta que de nuevo llega el momento en que tengo que irme. Esta pulsación de entrada y salida me es desagradable, hasta cierto punto.