Yo quería que me amara como quién se sumerje en una pila de líquido espeso y cálido, olvidándose de sí mismo, entregándoseme todo. Quería que se me abandonara a la confianza infinita de lo mío materno, seguro, incondicional y eterno. Deseaba sentirlo cómodo y natural al estar conmigo, naturalmente atraído hacia mi paz y mi calma, naturalmente atraído a mi calor y a mi saliva.
Esperé paciente recibirlo. Venía a veces, de a pocos, en parpadeos esporádicos de cuarenta y ocho horas, o un poco más, y se iba. Luego el silencio.
Estaba cómodo adentro de mí. Estaba cómodo afuera. Encontraba afuera eso que no era yo, pero que era lo mismo. Lo materno, lo seguro, lo incondicional, lo eterno. Y ahí descansaba, sin llamarme más.
Dejé entonces de mirarlo a él, a sus mareas. Me vi a mí misma. Me pregunté. ¿Vas a seguir intentando llenar ese hueco de líquido espeso y cálido con un alma pasajera? No va a suceder, te lo digo. Suéltalo ya, se va solo de todas formas. Pero no era tan fácil soltarlo. Aunque no era tan difícil permanecer en silencio. Y escribir.
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