Uno de esos veintes aplastantes que me cayeron fue que no tengo control de las cosas. Esta simple idea que a otros les parecerá tan obvia, para mí fue un parteaguas de vida. No tengo control de las cosas. Cuando tuve claro esto, vinieron efectos faraónicos en la forma en que veo la vida. Pude soltar la angustia de echarme la culpa por todo lo que no era en mi vida como yo -u otros- lo deseábamos. Ahí está la angustia y tristeza de años por no tener una pareja. Ahí está la tristeza infinita que sentí cuando se fue Fiona. Ahí está toda la ansiedad que sentí cuando pensé que si las cosas no salían bien era por mi culpa. Fueron años de emociones negativas y mucha dureza conmigo misma. Pero no tengo control de las cosas. Las situaciones suceden y pasan, y no tengo control sobre ellas. Me resta simplemente hacer lo mejor que pueda con lo que tengo al alcance, que es muy poco. Y el resto aceptarlo y dejarlo en paz.
Otra de las revelaciones fue que no podemos cambiar a los demás. No está en nosotros que los demás sean de una u otra forma. No podemos vivir pensando que si los demás hicieran esto o aquello, serían felices, y por lo tanto nosotros también. Esto fue una ayuda enorme para separarme de los vínculos viciosos que sostenía con mi familia. Cuando comprendí que no podía cambiar a nadie, inmediatamente me sentí lista para aceptarlos como eran, con las cosas que yo rechazaba y las que aplaudía, aceptarlos tal cual con todos sus defectos, hasta los más aberrantes y dolorosos. También pude entonces aceptar personas de mi pasado, que actuaron de cierta forma y yo traté de que actuaran diferente. Se me quitó un gran peso de encima. Pude sentarme en el sillón y escuchar a mi interlocutor sin desear cambiarlo en absolutamente nada. Esta aceptación me trajo mucha paz. Lo siguiente era aceptarme a mí misma. Estoy en ese proceso.
Probablemente otra de las nuevas percepciones fue que las valoraciones son exclusivamente humanas, y las emociones y sentimientos también. Anteriormente, solía sufrir con las circunstancias que me parecían inadecuadas, la destrucción de la naturaleza, la pobreza, el maltrato a los animales, me causaban una angustia terrible. Pero esas valoraciones humanas que califican algo de bueno o malo, de correcto o incorrecto, de desagradable o grato, son arbitrarias y no existen más que en la cabeza de uno. No me hubiera sido posible desarrollar el trabajo que hoy hago si hubiera mantenido en mi cabeza esa tristeza terrible al escuchar las motosierras derribar los árboles. Pero estamos suspendidos en un segundo que nunca fue, en un instante imaginado, nada de esto es real, no existe lo real, es sólo nuestra mente jugándonos la pasada de la realidad construída. Así pues, la "destrucción" o "creación" de la naturaleza no es algo para entristecerse o alegrarse. Simplemente, es. Y eso es todo. Y así con todo lo demás que solía calificar.
De pronto tuve la sensación de que no quedaba nada para aferrarme. No quedaba nada ni nadie por qué luchar, no había control, y las valoraciones eran arbitrarias. El mundo apareció ante mí como un ente descifrado por mis sentidos, como una película con el sonido desactivado. No hubo conexión entre mis emociones y el mundo, ni sus personas, ni sus circunstancias. Entonces fui capaz de hacer todo, de estar horas sola y en silencio, tranquila, sin comerme la cabeza. De trabajar y hacer y deshacer, hablar con personas, buscar, preguntar, sin sentirme abrumada o fuera de lugar. Todo se tornó ligero y banal, tuve una sensación lúdica, como si estuviera en un teatro y pudiera actuar cualquier cosa. Pudiera decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa, -aun lo que antes pensé que jamás podría decir por ser incorrecto o darme pena- y nada fuera importante o trascendental, todo era ajeno a mí, aún lo que yo hacía o decía. Y esta es una sensación maravillosa que me trae mucha paz, aunque no siempre puedo mantenerme en ese lugar de absoluta ecuanimidad.