Cuando era pequeña toda mi vida giraba alrededor de los sentimientos. Una niña muy sensible y angustiosa, todo parecía causarme tristeza o preocupación, y sentía la vida como un estar parado en el romper de las olas fuertes, donde debes cuidarte de que no te revuelquen, ni la resaca te lleve hacia el inmenso mar. Siempre vulnerable al dolor. Del universo de sentimientos que vivía, los números no estaban ausentes y tenían un papel definido en mis días.
De frente a mi cuaderno de matemáticas, con la cuadrícula "grande", escribía las cifras que dictaban las maestras o los libros, y en cada símbolo numérico había un sentimiento asociado que sentir. Era un código de números y sentimientos que apenas puedo recordar. Relataré lo que recuerdo:
El 1, egoísta y solo, con bajo poder, mil - algo, sin mucha fuerza. Un palito soso.
El 2, generoso y amistoso, dos amantes, dos amigos, dos. Ausencia de soledad.
El 3, impar e indivisible, la tabla del 3 una tortura, el tres con sus dos gajos y tres palitos arrogantes.
El 4, el número perfecto, el número de la suerte, el número de la familia, el 4 siempre era un sentimiento de seguridad.
El 5, molestando a los demás, un número irritante, pero fácil de multiplicar, extraño.
El 6, cómo me gustaba el 6. Con su pancita. Era fácil de dividir, entre 2 ó entre 3, y fácil de recordar, pero a su lado...
El 7, número insoportable y débil, molesto y enfermizo, un número difícil para todo.
El 8, un número amigable y generoso, gordito, paternal, dos bolitas juntas, fácil. Ocho por ocho (6 y 4, dos números buenos), obvio y sencillo.
El 9, terrible número imperfecto, casi el 10, pero sin serlo por 1 (¡peor!), la tabla más temida, un número que hay que evitar a toda costa.
El 10, número viejo, completo y feliz, fácil de sumar y multiplicar, y con dos dígitos, definitivamente ya estaba por encima de los inmaduros números primos.
Recuerdo que esas personalidades llegaban hasta el 20, pero no recuerdo con detalle las personalidades del 11 al 20. Por algún motivo, los números pares me resultaban agradables y los impares desagradables. Había otras cosas, pero eso es lo poco que recuerdo. Recuerdo también que al escribir cifras, por ejemplo 574, los números cinco, siete y cuatro interactuaban entre sí con sus diferentes personalidades, y mi percepción de cada cifra era tan definida, que podía decir si estaban "felices" al estar juntos, o qué resultado había de su convivencia. Así, en la más ligera cantidad escrita, las combinaciones de números me causaban sensaciones, me contaban historias, me llevaban por una montaña de sentimientos ocultos en el papel. Pero ese código de relaciones lo he olvidado, lo he perdido.