Jan 26, 2011
evanescencia II
Va mi paso por la tierra sin testigo. No hay evidencia, no hay muestra. A cada paso desaparece el anterior, sin rastro. Las paredes son testigo de las luces que encendí, los pisos fríos son testigo de mi traginar en este espacio. Resuenan en el aire las notas que exhala mi garganta, y se van con el viento, desaparecen, y de nuevo hay silencio.
No hay evidencia de las cosas que pasaron. Están en mi cabeza y en ningún otro lado. Células que emiten y reciben transmisores de la dimensión de una molécula. Nanocorrientes que ocurren un instante, emiten el eco de un recuerdo que no existe, muriendo al siguiente instante y luego nada. Nadie sabe qué pasó, qué se dijo, qué sucedió antes, después, ni cómo, ni dónde. De tantas cosas no hay evidencia alguna que las pruebe, ni siquiera el recuerdo en mi cabeza.
No hay testigo de que amé con toda mi alma, o si es que así fue o lo estoy imaginando. A mi madre, a mis gatas, a ese hombre maravilloso, a las plantas. A la Naturaleza verde y absoluta, y a la muerte. No hay testigo de calor de mi cuerpo, ni de mis lágrimas. Ni siquiera mi letra en tantas cartas, mis relatos, mis escritos. ¿Qué son sino la anti-muestra de que estuve alguna vez tras ellas? No habrá cabida para mí en el pasado cuando falte en el presente.
Desaparecerán los bosques, los hielos, las magnánimas criaturas y existencias. Desaparecerán las rocas, en arena en el viento, en partículas microscópicas e infinitas, imperceptibles, perdidas. Desaparecerán los paisajes, los silencios. Las aves y sus cantos en la madrugada. Se irá todo. Moriré, moriremos todos. Morirán los otros con sus recuerdos de los otros. Y aún antes de eso, cuando yo me vaya, así en un instante, se habrá todo desecho y desaparecido. Se esfumará mi cuerpo en unos días y no habrá ya más rastro de esta vida.
No hay evidencia de las cosas que pasaron. Están en mi cabeza y en ningún otro lado. Células que emiten y reciben transmisores de la dimensión de una molécula. Nanocorrientes que ocurren un instante, emiten el eco de un recuerdo que no existe, muriendo al siguiente instante y luego nada. Nadie sabe qué pasó, qué se dijo, qué sucedió antes, después, ni cómo, ni dónde. De tantas cosas no hay evidencia alguna que las pruebe, ni siquiera el recuerdo en mi cabeza.
No hay testigo de que amé con toda mi alma, o si es que así fue o lo estoy imaginando. A mi madre, a mis gatas, a ese hombre maravilloso, a las plantas. A la Naturaleza verde y absoluta, y a la muerte. No hay testigo de calor de mi cuerpo, ni de mis lágrimas. Ni siquiera mi letra en tantas cartas, mis relatos, mis escritos. ¿Qué son sino la anti-muestra de que estuve alguna vez tras ellas? No habrá cabida para mí en el pasado cuando falte en el presente.
Desaparecerán los bosques, los hielos, las magnánimas criaturas y existencias. Desaparecerán las rocas, en arena en el viento, en partículas microscópicas e infinitas, imperceptibles, perdidas. Desaparecerán los paisajes, los silencios. Las aves y sus cantos en la madrugada. Se irá todo. Moriré, moriremos todos. Morirán los otros con sus recuerdos de los otros. Y aún antes de eso, cuando yo me vaya, así en un instante, se habrá todo desecho y desaparecido. Se esfumará mi cuerpo en unos días y no habrá ya más rastro de esta vida.
Jan 18, 2011
fantasía
La verdad que nada de esto pasó pero de vez en cuando reclamo mi derecho a interrumpir la pasividad con una buena sacudida imaginaria. Para mí no hay diferencia: lo que imagino y lo que vivo me es completamente indistinguible. Nunca he podido despertarme de una pesadilla y he creído con franca ilusión las cosas más iverosímiles que han aparecido en mis sueños. Y cuando me siento algo seca, como ahora, me humedezco el alma escribiendo. Y así vivo lo que escribo. Hoy es una de esas noches.
Se trata irremediablemente de sexo. Y amor, un poco. Pero principalmente sexo. Lo segundo es mera felicidad por lo primero. Y es que no sé qué sucede conmigo que cuando necesito sentirme feliz pienso en sexo. Por un lado parecerá banal, pero por otro lado siento que me armoniza con mi sentido más fundamental, animal, y por lo tanto, natural. No tengo que pensar en nada, sólo ser. No hay nada más grato que lo natural. Pero ya estoy divagando. El caso es que esa noche fue una de las mejores que pasé con él.
Habíamos viajado por muchas horas a este lugar de playa que tanto nos gustaba. El hotelito estaba casi vacío y teníamos la cabaña más alejada de todas. Era redondita, como hongo, y tenía un baño de piedra con ventanas al mar. Con los días nos habíamos entregado a esa vida de sibaritas heliófilos y ahora estábamos completamente despeinados y bronceados. Por supuesto hacíamos el amor todos los días, pero quizá no habíamos estado concientes de ello hasta esa noche. Habíamos cenado al atardecer y entre copa y copa se nos había venido la noche encima. El mar rugía sincopado y charlábamos al abrigo de la tenue luz ámbar y brisa tibia. Nos conocíamos poco, la distancia lo hacía inevitable. Pero disfrutábamos lo poco que nos conocíamos, y lo poco que avanzábamos en conocernos cada ocasión. La música de son cubano había acompañado la velada.
No sé si fue mi imaginación pero sentí que me miraba de forma diferente esa noche. No podía ver claramente a dónde apuntaban sus pupilas negras entre las velas, pero sentí que lo descubría mirándome, callado, con su vaso en la mano y los hielos haciendo música. Algo estaría pensando que no me decía. Después miraba al mar y yo me convencía de que probablemente eran ideas mías. Por fin nos retiramos con la cálida despedida de los muchachos del restaurante. Estábamos relajados, habíamos tomado un buen rato. Nos encaminamos sin prisa por la vereda minúscula que serpenteaba entre palmas y farolillos hasta nuestra cabaña. El cielo era oscurísimo y las estrellas refulgían en la inmensa distancia. Yo caminaba al frente y él venía atrás. Íbamos charlando y riendo, algo sobre las iguanas y sus piyamas. Esporádicamente rozaba la hendidura de mi cintura con la punta de los dedos, con empujoncitos mínimos, como guiándome, y al entrar en la habitación me tocó suavemente el costado. Me sentí dispuesta.
Decidí darme un baño tibio y dejé la puerta abierta. Lo sentía moverse de un lado a otro en la habitación, ordenando sus cosas, buscando los libros, prendiendo luces. Me gustaba sentir su presencia haciendo cualquier cosa. El agua estaba fresca y muy suave, me enjaboné con los ojos cerrados. Salí del baño envuelta en la toalla y él ya estaba desnudo y listo para brincar en la regadera. Era muy alto y delgado, su cuerpo escurridizo viajaba siempre ligero. Mientras se bañaba me pasé el peine por el cabello, lentamente frente al espejo. Estaba marcado en mi cuerpo el traje de baño y contrastaba con el tono cálido del bronceado. Me puse el camisón de verano y abrí un libro tendida en la cama. Él canturreaba algo en la regadera. Lo escuché cerrar la llave y secarse, aún cantando.
Se acercó a mí y me mojó con sus rizos húmedos. Dejé el libro sobre mi pecho y lo tomé de la nuca, besándolo. Me besó de vuelta, ahí de pie al costado de la cama, recargado en mi cadera para no caerse. Se fue cantando al baño y seguí leyendo. Me gustaban sus besos de ron. Mi cuerpo reaccionó, húmedo, a su cercanía, pero no supe qué le apetecía con precisión. Quizá era un beso de buenas noches. Empecé a sentirme agotada. Me duermo, R, le dije, pero ya no escuché su respuesta.
No sé cuánto tiempo pasó o qué hizo, al despertarme estaba todo ya oscuro. Me despertaron sus dedos viajando por mi cadera, usmeando hacia las costillas. Su respiración era tranquila y muy cercana a mi oído. Yacía mi cuerpo de costado, con su pecho tibio a mi espalda. Respiré hondo y tomé su cuello con la mano, como tanto me gusta hacerlo. Quise besarlo y encontré su boca húmeda y pausada. Me acariciaba lentamente el costado, viajaba por todo mi cuerpo, se detenía donde le placía. Tomó mi mano con fuerza y la acercó a su sexo. Estaba tenso y solícito. Lo acaricié con gusto, largo rato, disfrutando su tensión. Giré para estar frente a frente, los dos descansábamos la cabeza en la almohada. Seguimos en la oscuridad, tranquilos, disfrutando, respirando, solicitando, otorgando. Mi cuerpo se humedecía gradualmente, a fuego lento. Me quitó el camisón y seguimos.
No sé cómo se daba cuenta que era el momento ideal para montarme. No lo hacía ni antes ni después de lo deseado, había quizá algo en mi respiración que se lo indicaba, o el olor de mi cuerpo, o mis caricias cada vez más profundas. Se encaramaba suavemente sobre mí, como si abordara un objeto precioso. Separaba mis piernas con delicadeza. Se tomaba de mis hombros y empujaba, cuidadoso. Era una sensación muy grata. Su garganta quedaba al alcance perfecto de mi lengua. Podía lamerlo y tirar de su cabello. Su espalda se extendía sobre mí como manto perfecto. Entraba en mí con cuidado y respiraba. Siempre le sentí muy contento, algo de él denotaba celebración en el instante. Se humedeció de mí y se columpió suavemente unos minutos. Pronto se incorporó en cuclillas y miré su torso levantarse en escuadra del mío, penetrándome. Acarició mi torso y me miró largo rato a los ojos. Sus pupilas brillaban entre los plateados cabellos.
Estuvimos así cierto lapso. Me incorporé con cuidado, tomándolo de la cadera y separándolo de mi cuerpo. Me puse de pie y lo tomé de la mano, caminé hasta el baño y me recargué en el lavabo. Me miraba expectante. Había una luz muy tenue de las jardineras de afuera, podía ver su silueta y ligeras facciones en su rostro. Se acomodó tomado de mis caderas y entró con fuerza. Empezaba a columpiarse con más dinamismo y me empujaba. Debía sostenerme con firmeza del lavabo. Podía mirarlo en el espejo, con el rostro hacia abajo, oliéndome, mirándome. Interrumpía de vez en cuando el ritmo y me hablaba. Sentía sus dedos prendados de mi piel, apretando. Preciosa, ¿estás bien?, me decía. Musitaba palabritas cariñosas en silencio. Y a mis gemidos respondía con tiernas afirmaciones de labios sellados. Mhm. Mhm. Mhm. Ah, ¡cómo me gustaba!
Salió lentamente de mí y me llamó, ven, dijo. Me dio la mano y regresamos a la cama. Se tendió boca arriba y me jaló del brazo, indicándome que lo montara. Así lo hice, acomodándome en él con facilidad. Estaba muy húmeda. Lo besé mientras me mecía lentamente. Tomado de mi trasero, arqueaba el cuello y resoplaba. Disfruté estar encima suyo, para mirarlo y besar su cuello, sus hermosos hombros, tomarme de su cabello y olerlo. Poco a poco fui acelerando el ritmo. Mecí la cadera con rapidez, él me ayudaba con la velocidad que prefería, yo encuclillé una pierna y me tomé de su nuca. Sigue, me indicaba, y me detenía con un no te muevas lánguido. Próxima a terminar, sentí la presencia tan agradable de su cuerpo, de la oscuridad, del mar rugiendo a la luna, de la sal, de la arena. Escuché sus pulmones vaciarse con los ruidos característicos que emitía al terminar. Me tomé con fuerza de su torso mientras se sacudía.
Al regresar del baño, ya dormía, quieto y plácido. Entré en las sábanas y lo abracé sin fuerza. Me acarició suavemente, amoroso. Dormimos sin sueños, muchas horas. Al despertar, el sol ya brillaba bien alto. Era un nuevo día.
Jan 13, 2011
recuerdos I
Hace unos días viajaba por la carretera por muchas horas. Era un viaje que no estaba contenta de hacer, no era un viaje que buscaba. Me dispuse a viajar con calma y con cuidado, procurando que el disgusto por el viaje no se filtrara en mi inconsciente y me llevara a algún accidente.
Llovía con mucha fuerza. Los paisajes tropicales. La vegetación tan alta. Grandes árboles redondos. Todo estaba verde. La poca selva que quedaba recibía la lluvia. De pronto me rodeó con mucha precisión la sensación de cuando estuve en Panamá. En ese lugar hasta cierto punto tan simple, tan plano. Con una vegetación tan exuberante y lustrosa, en todos los rincones. La vida exacerbada por el agua, el calor y el sol. Todavía estaba viva en mí la sensación del lugar tan húmedo. Las noches eran húmedas, las mañanas eran húmedas. Salir del baño y no poder secarse nunca. El olor de la casa donde habitaba, de la cocina. Del aire tan cargado de humedad, a la orilla del Canal. El autobús que me llevaba a Gamboa, ruidoso y con asientos de cuero, anchos. Las mujeres negras de curvas vertiginosas y trenzas interminables. Fue vívida la sensación de estar ahí. Me sentía muy contenta, haciendo lo que me gustaba, casi a lo único que le encontraba un sentido. Y nadie me conocía.
Recordé entonces la sensación de libertad de ese momento. Me había desprendido de las responsabilidades que la autoridad de entonces me imponía. Me sentía independiente, liberada, feliz. Fuera del mundo que me asfixiaba. Fluía como anónima y desconocida. Mi labor era simple y nadie me obligaba a complejizarla. Todas las mañanas caminaba media hora al vivero donde aprendía los secretos de decenas de especies de la selva. Las semillas germinando. Las charolas al sol. La selva aledaña y sus cigarras interminables. Y en los mercados las piñas más dulces que he probado. El café todas las tardes. La guitarra. Las sábanas húmedas. La simpleza que sólo otorga la vida del trópico. El abandono de la civilización.
Recordé una noche en que me sentía libre y emocionada. Había una fiesta cercana, de chicos que no conocía. Me arreglé para la ocasión, me sentía festiva. Iba de falda corta y blusa de tirantes, con un collar de semillas rojas bien apretado al cuello. Limpia y desacomplejada. Hablé de nada con los chicos que no conocía. Sentía que flotaba, nada me comprometía. Recordé haber visto en la fiesta al chico que antes conociera y me había parecido atractivo. Simpático y sencillo. Me dijo dos palabras afuera del baño, sin sonrisa. Más tarde bailamos. Y así tranquilamente y sin esperar nada, le dije, y bien, ¿nos vamos? Fuimos a casa y nos bañamos juntos. Reímos mucho. Tuvimos sexo. Tenía un cuerpo curioso, el pene erecto le descansaba un poco de lado, me pareció divertido. Y a la mañana siguiente salí bien temprano al campo con los colegas del trabajo, y no lo vi más. No sentía ancla alguna.
Esto fue ya hace 4 años. Pero fue tan clara la sensación de ligereza. Y después volví a la vida llena de obligaciones, al clima frío y seco, y a las tareas. Y por algún motivo me convencí de que esa vida de hamacas y guaguas no era para mí. Mis capacidades eran mayores y mis responsabilidades también, claro. Y ahí dejé una parte de mí que era sólo una muchacha del trópico que trabaja en un vivero, va a una fiesta de vez en cuando, y respira el aire húmedo al compás de las cigarras.
Llovía con mucha fuerza. Los paisajes tropicales. La vegetación tan alta. Grandes árboles redondos. Todo estaba verde. La poca selva que quedaba recibía la lluvia. De pronto me rodeó con mucha precisión la sensación de cuando estuve en Panamá. En ese lugar hasta cierto punto tan simple, tan plano. Con una vegetación tan exuberante y lustrosa, en todos los rincones. La vida exacerbada por el agua, el calor y el sol. Todavía estaba viva en mí la sensación del lugar tan húmedo. Las noches eran húmedas, las mañanas eran húmedas. Salir del baño y no poder secarse nunca. El olor de la casa donde habitaba, de la cocina. Del aire tan cargado de humedad, a la orilla del Canal. El autobús que me llevaba a Gamboa, ruidoso y con asientos de cuero, anchos. Las mujeres negras de curvas vertiginosas y trenzas interminables. Fue vívida la sensación de estar ahí. Me sentía muy contenta, haciendo lo que me gustaba, casi a lo único que le encontraba un sentido. Y nadie me conocía.
Recordé entonces la sensación de libertad de ese momento. Me había desprendido de las responsabilidades que la autoridad de entonces me imponía. Me sentía independiente, liberada, feliz. Fuera del mundo que me asfixiaba. Fluía como anónima y desconocida. Mi labor era simple y nadie me obligaba a complejizarla. Todas las mañanas caminaba media hora al vivero donde aprendía los secretos de decenas de especies de la selva. Las semillas germinando. Las charolas al sol. La selva aledaña y sus cigarras interminables. Y en los mercados las piñas más dulces que he probado. El café todas las tardes. La guitarra. Las sábanas húmedas. La simpleza que sólo otorga la vida del trópico. El abandono de la civilización.
Recordé una noche en que me sentía libre y emocionada. Había una fiesta cercana, de chicos que no conocía. Me arreglé para la ocasión, me sentía festiva. Iba de falda corta y blusa de tirantes, con un collar de semillas rojas bien apretado al cuello. Limpia y desacomplejada. Hablé de nada con los chicos que no conocía. Sentía que flotaba, nada me comprometía. Recordé haber visto en la fiesta al chico que antes conociera y me había parecido atractivo. Simpático y sencillo. Me dijo dos palabras afuera del baño, sin sonrisa. Más tarde bailamos. Y así tranquilamente y sin esperar nada, le dije, y bien, ¿nos vamos? Fuimos a casa y nos bañamos juntos. Reímos mucho. Tuvimos sexo. Tenía un cuerpo curioso, el pene erecto le descansaba un poco de lado, me pareció divertido. Y a la mañana siguiente salí bien temprano al campo con los colegas del trabajo, y no lo vi más. No sentía ancla alguna.
Esto fue ya hace 4 años. Pero fue tan clara la sensación de ligereza. Y después volví a la vida llena de obligaciones, al clima frío y seco, y a las tareas. Y por algún motivo me convencí de que esa vida de hamacas y guaguas no era para mí. Mis capacidades eran mayores y mis responsabilidades también, claro. Y ahí dejé una parte de mí que era sólo una muchacha del trópico que trabaja en un vivero, va a una fiesta de vez en cuando, y respira el aire húmedo al compás de las cigarras.
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